El último par de raíles

      Paulatinamente la grisura del aire se intensificaba, así que M. debía apresurarse en cruzar las vías férreas que atravesaban la ciudad, haciéndolo por una zona desolada, antes de que las sombras se lo impidieran.

      Miró a derecha e izquierda y comprobó que no había señales, ni visuales ni acústicas, que anunciaran la llegada de algún tren, uno de los muchos que podían hacerlo. A continuación cubrió velozmente unos cincuenta metros, con el inconveniente de ir mirando, cada pocos segundos, hacia abajo para no tropezar con los raíles y caer fatalmente de bruces en ellos.

      Así que cuando, tras el último salto, puso los pies en el duro y bajo suelo de tierra en declive, al otro lado de las vías, suspiró aliviado: lo había conseguido.

      Sin embargo, un segundo después de posarse, giró la cabeza a la derecha y vio horrorizado cómo un tren surgía de la nada, bufando, haciendo sonar la bocina, y se desplazaba, como una exhalación, por el último par de raíles.