Reconozco que fue imprudente por mi parte salir al monte viendo aquellas nubes que presagiaban mal tiempo. Solo iba a dar una vuelta y no llevé conmigo nada de comida y a penas un anorak. Para colmo me olvidé el móvil en el coche y no conocía bien la zona… Lo que se dice una insensatez en toda regla.
Al principio el ascenso resultó de lo más bucólico. Las flores cubrían los prados y los cantos de los pájaros amenizaban mi marcha. Estaba feliz y como embriagado en aquel entorno mientras continuaba subiendo por la montaña. Atrás dejaba por unas horas mi tedioso trabajo.
María no había querido acompañarme, tenía trabajo pendiente.
Transcurridas unas horas la temperatura empezó a bajar y una lluvia fina acabó transformándose en una nevada que pronto comenzó a cuajar. Se me hizo de noche tratando de encontrar el camino de regreso. Si aquella no era suficiente tortura, un viento helador me hizo perder definitivamente cualquier esperanza de recuperar la ruta de vuelta.
Sin comida, con ropa escasa, sin referencia alguna… llegué a pensar que esa sería mi última excursión.
Entre el ulular del viento creí oír unos ladridos. Cada vez los sentía más próximos.
¡Sí, se trataba de un perro!
Llevaba un jersey rojo de lana que permitía localizarlo en la nieve ya que sin él, hubiera sido imposible dado su blanco pelaje. Se acercó a mí incitándome a seguirle o, al menos, así lo entendí. Me guió entre rocas, alejándose de cortados y evitando los riachuelos. Por fin, la silueta de una pequeña cabaña se dibujó en medio del paisaje. Empujé un poco la puerta y esta cedió. Estaba abandonada, pero en buen estado. Pasaría la noche en ella aislado de la tormenta que arreciaba fuera. Recordé a mi salvador y salí de mi refugio en busca del perro, pero no estaba allí. Volví a la cabaña y me tendí en el suelo a salvo de la ventisca.
A la mañana siguiente el sol de la mañana me despertó. Tenía un hambre voraz, pero estaba vivo. Con una total visibilidad, descendí la montaña hasta que distinguí los tejados de un pueblo.
Loco de contento me dirigí hasta la plaza donde una mujer me indicó la situación de un bar.
Entré en el mesón y pedí dos huevos fritos con longaniza que devoré. Mientras me tomaba un café, entraron dos hombres que comentaban su intención de salir de caza muy pronto:
—A ver qué tal se da la mañana. He adquirido unos perros nuevos y quiero ver cómo se portan. Seguro que mejor que tu «Boira»—comentó uno de ellos.
—Boira no era buen cazador, lo admito—dijo el segundo—pero sí una perrica que le alegraba la existencia a cualquiera que la viera correteando por el monte. Lástima de aquella piedra resbaladiza que la llevó al precipicio. Al fondo del mismo la enterré. Feliz desde que nació en una borda próxima a Canfranc, era una guía experta y disfrutaba de la nieve tanto que mi mujer le hizo un jersey de lana roja para localizarla ya que, te acordarás, era muy blanca.
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