De arrugas y de volver a empezar.

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 Al sentarse, una descarga de libertad sacudió su cuerpo desde lo más profundo de sus entrañas hasta la fina superficie de aire que rodeaba su piel. En ese momento, mientras miraba a la gente que tenía alrededor y que de nada conocía, se planteó, casi sin darse cuenta, que estaba ante un punto y aparte. En realidad estaba ante una mayúscula y en otra línea, porque el punto y aparte ya lo había dejado atrás con un portazo al salir de un apartamento que ya no consideraba suyo desde hacía días. Bajando la escalera y sin saludar al portero, decidió no volver nunca más, ni siquiera a por sus cosas. Cuando cruzó la puerta de la calle, ya no las consideraba suyas. Tenía la cartera encima y dinero en el banco, así que consideró que no necesitaba nada más. ¿Su ropa? Que la quemasen, ya no la quería. ¿Sus cosas? Tampoco las quería ya porque ninguna era únicamente suya después de 10 años. Nada de lo que había 9 pisos más arriba servía, en su inmediato futuro, para nada más que para acordarse de ella, y eso era lo último que pretendía hacer.

          Ahora, en el parque, de espaldas a un edificio que lo mira con un engañoso reflejo de nubes blancas en un cielo perfecto, se sentía feliz. Se distrajo unos minutos y salió de su línea de pensamiento porque quería encontrar una forma más original de decirse a sí mismo la manida frase: “por primera vez en su vida, se sintió feliz”. No encontró ninguna forma de decirlo que no pareciese lo suficientemente pretenciosa como para dejar los ojos en blanco al escucharla, así que se zambulló en su felicidad sin más. De repente las personas que había en el parque también le parecían felices, mucho más felices que antes. Como él mismo al llegar hasta ese punto, parecían flotar sobre la yerba sin apenas pisarla y, si lo hacían, parecían no ejercer la mayor presión sobre ella. ¿Era ese el mismo mundo que le había hecho vomitar en un callejón la noche anterior cuando el miedo no le dejaba ni andar erguido? Desde luego el aire era el mismo, y los árboles, y las calles. Incluso el callejón, que no veía desde aquí, pero que sabía que seguía estando ahí, a su espalda, cruzando la calle.

          Unas horas después decidió levantarse. El sol ya no calentaba tanto y tenía hambre, así que, sin permitirse girar la cabeza, comenzó a andar de frente, sin haber decidido todavía a dónde se dirigía. Mientras salía del parque por la puerta opuesta a la que había entrado, concluyó que debía buscar un lugar nuevo para comer algo. Llevaba más de 15 años en esa ciudad, pero sabía perfectamente que no conocía ni un 10 por ciento de la misma, así que tenía ante sí un gran espectro de posibilidades. Andando hacia el río y mirando a ambos lados de la calle, se cuestionó ese porcentaje inicial porque dudó haber estado nunca, o siquiera reparado, en más de dos de los 20 lugares que encontró en los primeros 100 metros. La sonrisa que se le dibujó en la comisura del labio derecho, hizo que apareciera una ligera arruga debajo del mismo ojo, una arruga que notó por primera vez hasta el punto de tener que llevar la mano a palpar la zona con los dedos para cerciorarse de que estaba viva. Cuando vio que era real, la sonrisa se tornó en un una carcajada abierta que le hizo tomar aire, y con él, un ligero olor a canela que llegó hasta sus entrañas. Siguiendo el aroma, y sin dejar de sonreír para ser consciente de dónde iban apareciendo esas arrugas de las que no tenía noticia hasta el momento, empujó la puerta de un local en el que las mesas eran de una madera tan clara y tan nueva que olían todavía mejor que la canela de lo que Dios quisiera que estuviesen horneando. Se sentó en la barra que atravesaba el ventanal de la entrada, de frente a la calle, consciente por primera vez de estar casi dentro de una enorme pantalla que le mostraba la realidad mucho mejor que cualquier película del Dogma Europeo. Era la primera vez que estaba en ese lugar, pero también era la primera vez que, ocupando un lugar como ese, sentía el deseo de mirar a los demás y no de parapetarse para que los demás no le mirasen a él. Hoy la gente que andaba por la acera cruzaba sus miradas con la suya y seguían andando con una sonrisa ligeramente mayor que la que tenían unos segundos antes. Y es que la felicidad, aunque sea la de un desconocido, se contagia muy fácilmente.

          Cuando el camarero se acercó a preguntar qué quería, la expresión bobalicona de ese extraño cliente le hizo mirarse de arriba a abajo y ajustarse de nuevo el delantal pensando que debía tener un aspecto algo ridículo si este lo miraba de aquella manera, pero no encontró nada fuera de lo normal y la jovialidad con la que comenzó a hablar el individuo le hizo despreocuparse rápidamente y asumir que estaba ante alguien que, por una vez, no parecía dispuesto a buscar fallos. El propio camarero cambió su expresión a una más relajada y acabó entablando una conversación tan animada que por un momento olvidó que estaba trabajando.

          El aroma a canela provenía de unos bollos suizos que parecían ser uno de los atractivos de aquel lugar, y la bandeja en la que los sacó el cocinero, pronto quedó vacía, ya que todos los clientes que poblaban dispersamente las pequeñas mesas aquí y allá, parecieron despertar de repente. Uno de esos bollos terminó frente al nuevo hombre feliz que esperaba frente al cristal, con la barbilla apoyada sobre las manos y los codos en la barra. El otro hombre un poco más feliz que antes, el camarero, se lo llevó personalmente junto con un capuchino con una cara sonriente dibujada sobre la espuma con polvo de cacao. A la izquierda, junto a la pared, una mujer que leía un libro de letra minúscula, soltó una carcajada que parecía surgir de las entrañas del propio libro y haber estado mucho tiempo guardada, y todavía con la expresión divertida, dio un bocado a su propio bollo sin apartar los ojos de la página. La pareja de estudiantes acampados dos mesas más allá, cerraron los ordenadores y comenzaron a hablar mientras untaban mermelada, y una atmósfera alegre pareció bajar del techo como un cambio de decorado en la ópera, dando paso a la escena que rebaja la tensión.

          El bollo desapareció enseguida, pero el café se alargó y lo siguió otro todavía más largo, que hizo que la noche cayese por fin al otro lado del cristal. A la altura del segundo café, el plan no era firme pero ya estaba algo más claro, así que cuando lo sintiese o lo creyese oportuno, iría en busca de un hotel en el que pasar la noche y mañana buscaría un apartamento en una parte de la ciudad en la que nunca hubiese estado. Con el nuevo día, compraría ropa nueva y se desharía de la que llevaba puesta. Mañana a estas horas esperaba no recordar nada de lo que había sido hasta hoy. El camarero se acercó de nuevo a charlar cuando ya el único cliente que había en el local era él, y la conversación se puso tan interesante que acabó sentándose junto a él y mirando al otro lado del cristal como si fuese un cliente más. Había decidido que mañana acabaría de convertirse en una persona nueva, pero en aquel momento decidió que sería hoy cuando se adjudicase el primer nuevo amigo. Ahí estaba, con un delantal negro, el pelo recogido con un cordón de zapato, y 20 años menos que él. Cuando tuvo que levantarse a atender a uno de los primeros clientes del horario nocturno, se dio cuenta de que le recordaba tanto a él mismo que de nuevo volvió a sentir la arruga creándose debajo del ojo, y de nuevo volvió a reír más fuerte.

          Cuando fue a pagar, el joven le dijo que no era necesario porque estaba invitado a condición de que volviese más veces, así que salió de aquel sitio recién descubierto mucho más feliz de lo que era cuando entró unas horas antes.

          Caminando de nuevo hacia el río, vio el cartel de un hostal pintado en los ladrillos rojos de una pared lateral, por encima de los demás tejados y con un único foco que intentaba alumbrar las 6 letras de la palabra. La decisión estaba tomada, ese era el lugar, porque hasta ese momento ni siquiera había reparado nunca en esas letras desconchadas. De camino hacia el edificio, un pequeño puesto de palomitas esperaba a cruzar la calle empujado por un hombre lo suficientemente mayor como para tener cara de necesitar llegar a casa y descansar por el resto de su vida. Cuando el tráfico le permitió cruzar, un manojo de globos de helio atados a uno de los laterales, hizo un ademán de querer quedarse atrás, como el niño que, de la mano de su padre, va tan distraído que se sorprende cuando este le estira del brazo para cruzar. La oscuridad apagaba los colores brillantes de los globos, y las formas eran poco reconocibles para alguien que no se codeaba con niños desde que él era uno de ellos, pero los reflejos de las farolas de la calle jugaron con los pequeños artefactos aerostáticos de una forma que parecieron luciérnagas de colores arremolinadas en torno al olor dulzón del caramelo. Parado en la acera, con las manos en los bolsillos y una expresión bobalicona en la cara, todavía no sabía que esa imagen de los globos arrastrados por el hombre de las palomitas iba a ser una de las más recurrentes en su vida y que, llegado el momento, la transformaría en escena para una de sus películas. Una escena de las que roban películas, como la de la mujer de las palomas en Mary Poppins, y que le cambiaría la vida, pero para eso todavía quedaba mucho. De momento miró de nuevo hacia adelante, y siguió andando con una sonrisa que, para siempre, dibujaba de nuevo la arruga bajo el ojo.

 

 

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