La gente suele decir que la mayor de todas las alegrías, en lo laboral, es poder vivir dignamente, y dar de comer a tu familia. Mi pensamiento difiere. ¿Soy un desalmado? No. ¿No me importa la gente que me rodea? Sí. Y, a pesar de todo, dejando la ausencia de trabajo que tanto azota a las personas de este país, mi idea de perfección es otra. Olvidemos a los necesitados por un momento. No os enfadéis. No los ignoro, solo allano el terreno para que lo que diga no suene banal. Y es que, señores, lo que busco en mis mundos de fantasía es despertarme cada día sabiendo que lo que voy a hacer me llena por dentro. Parece simple, algunos me llamaréis necio, pero no paro de darle vueltas a la idea y no puedo más que soltar una sonrisa cuando pienso sobre ello.
Ahora me encuentro en el lado contrario, mi trabajo me sustenta a cambio de un alto precio: la apatía. Las ganas de hacer nada, el esquive constante del ánimo. Siento el peso del esfuerzo, cada vez mayor para realizar mis labores; el de las promesas e ilusiones de los que me rodean, faltos de la comprensión necesaria para apoyarme en mi búsqueda de ese algo, supuestamente imposible, mejor; y el de la certeza de que estoy cerca, pero no puedo tocarlo todavía.
Soy como un preso atado con cadenas, en su celda, que mira por la ventana al sol… y sueña. Un día en que pueda estar en paz conmigo mismo, lograr una catarsis de las emociones actuales. Pues estoy convencido que es en la llegada de la autorrealización cuando el ser humano puede dar y ayudar más. Si escribo esto y tú, querido lector, me estás leyendo, quiero que sepas que no busco compasión u algo similar; solo sacar esto de dentro con la escritura y compartirlo contigo a modo de terapia. Y en cierto modo, funciona. Al escribir estas palabras siento como mi carga se vuelve liviana.
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