Superación

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Mi pobre mujer hacía cinco años que ya no estaba en este mundo y a mí me quedaban unos pocos para jubilarme de una profesión que me ha fascinado desde mi infancia. Soy maestro y nada me entusiasma más que tener delante a un chaval que se muestra interesado en lo que le cuento de historia, física, arte…

Siempre he sido un desastre para las labores de casa y desde hace mucho tiempo he echado mano de alguna mujer que, por un sueldo convenido, me aliviara de semejante trabajo. Fue así como conocí a Fernanda.

Venía tres veces a la semana. Un día se retrasó, algo poco usual en ella, y se deshizo en disculpas. Entonces me enteré de la situación de su hija. María contrajo la polio a los tres años y vivía recluida en casa a causa de su parálisis. No se relacionaba con casi nadie y todo su mundo se limitaba a las habitaciones del hogar. Su madre le había enseñado a leer y a escribir, pero la niña no estaba escolarizada.

A pesar de la primera negativa de Fernanda, logré que me diera la dirección a fin de intentar ayudar a María. Quería sacarla de aquella ignorancia.

El primer día que llegué a su casa, en la otra punta de Madrid, sentí que había retrocedido en el tiempo. Me introduje en una auténtica corrala. El olor a coles y a fritanga lo inundaba todo. Cuerdas con ropa tendida unían diferentes balcones, gritos y alguna que otra trifulca servía de hilo musical entre aquellas  gentes.

María era despierta y educada, pero exenta de todo conocimiento. Comencé a darle clase dos veces a la semana y su pasión por aprender hacía que mi trabajo fuera recompensado con creces. Además, estaban los excelentes guisos que, para mí, preparaba su madre…

Muchas veces, cuando subía las escaleras hacia su casa, me sorprendía escuchar algún «Concierto de Brandemburgo» entre las rumbas habituales de los vecinos. Procedía de la casa de Fernanda. Le había regalado a su hija un radiocasete con un buen número de grabaciones de las que la chica hacía un buen uso.

Sus logros eran tan palpables que la convencí para que se presentara al examen de reválida de cuarto de bachillerato, examen que superó.

Siguió estudiando.

Una tarde, mientras estaba a punto de llamar a la puerta de mi alumna, una mujer gorda se plantó delante de mí con los brazos en jarras. Comenzó a insinuar que mi relación con ambas mujeres debía ser algo más de  lo que decíamos. Se echó a reír mostrando una enorme boca con   separados dientes amarillos. A continuación dijo un montón de frases soeces.

Respeté lo que algún día debió de ser una mujer y me limité a apretar los puños y no descargarlos sobre su rostro. Entonces, varias personas, saliendo de sus hogares, reían mientras se daban codazos y me señalaban.

Di media vuelta, las risas arreciaban. Me alejé del lugar.  

Cambié de asistenta y, con mucho dolor, dejé de ayudar a María con sus estudios. No volví a la corrala.

Ha pasado más de una década de aquello. Hace unos días, recibí una invitación en la que se me comunicaba que  un coche  me vendría a buscar para llevarme al Ateneo. La nota no aclaraba más.

Intrigado me he puesto mis mejores galas y me he dejado conducir hasta el centro. La sala estaba repleta de gente que, al verme, ha comenzado a  aplaudir. Entonces he descubierto a María presidiendo la mesa. Me ha presentado como «la persona que más había trabajado para darle a conocer todo un mundo de belleza y sabiduría».

Era una triunfadora. Había escrito varios libros que resultaron premiados por diferentes foros científicos. Hoy daba una conferencia sobre lo que había llegado a ser una erudita:

La superación y la envidia, cochina envidia.


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