Fue un pésimo día para Pompón, el gato rechoncho de miss Mary. Por la mañana, después de varios estiramientos somnolientos, salió al balcón; le echó una mirada gatuna al ambiente, esto es, a las cornisas, las ramas de los dos pinos que casi tocaban el balcón y a los cables de electricidad y, con un salto elástico, a pesar de lo gordo que estaba, y alcanzó la barandilla. Caminó con facilidad por el tubo, ni tan grueso ni tan fino, hasta el final, de donde saltó a la terraza del vecino y de allí al tapial, alcanzando ya el jardín. Pero con tanta mala suerte que cayó justo al lado del perro de la casa, un doverman de casi un metro de altura, al cual no había visto por encontrarse el perro acostado al fresco detrás de una calas. Ni lerdo ni perezoso, el perro mostró los colmillos y se le tiró encima, dándole una tremenda revolcada con el primer el empellón. En seguida se armó la gorda, donde no faltaron ladridos nerviosos, mordiscos desesperados y desacertados por parte del perro y arañazos no menos desesperados pero certeros del gato; en medio de la revolcada sobre las calas, el gato consiguió zafar milagrosamente, disparando entre las patas traseras del perro hacia el portón. Lástima que estuviera tan gordo pensó al quedar trancado entre las rejas. El perro que ya se había dado vuelta, se lanzó contra aquel aquel trasero gordo con la cola estirada y todo el pelaje erizado y le dio una tarascada en una nalga. Pompón ni bien sintió los dientes rasgarle la carne, salió disparado cual corcho de champán después de agitar bastante la botella; con lo que fue a parar casi al medio de la calle donde una camioneta que pasaba en ese momento se lo llevó por delante. Pompón rodó dando piruetas en el aire y el mundo giró a su alrededor varias veces, hasta que cayó en el tendido eléctrico clandestino de un poste, donde estaban enganchabas unas diez casas, al otro lado de la calle, y en seguida se enredó en el cableado. Pompón fue cayendo lentamente por aquella maldita maraña eléctrica, desprendiendo cables que tocaban en otros cables pelados y ésto iba provocando un chisporroteo infernal tras de sí mientras una humareda mezcla de plástico quemado y pelo de gato chamuscado envolvía su caída; el tufo rápidamente se dispersó por toda la cuadra. Del medio del caos eléctrico, Pompón emitía disléxicos maullidos: mi-u-a, u-a-mi, u-mi-a, a-u-mi y a-mi-u, menos el miau normal, mezclados con gruñidos indescriptibles. Y cuando finalmente se libró de esa, de golpe y porrazo el piso se le vino encima y ¡plaf!, se hizo polvo contra las baldosas.
Aturdido y enclenque, Pompón caminó desorientado contra las tapias de las casas hacia una esquina, sin noción hacia cual de las dos esquinas se dirigía. Le dolía mucho el anca derecha donde lo había mordido el perro, las heridas por las quemaduras del tendido eléctrico y todos los huesos por el choque contra el auto y el golpazo contra la vereda.
Pero como muchas veces sucede, tras una desgracia vienen otras, así que llegando a la esquina la cosa empeoró. "¿Qué más me va a pasar ahora?", se preguntó cuando se vio rodeado por las siniestras sombras gatunas de La Barra de la Esquina, con la cual se tenían un mutuo odio a muerte, y como si tanta desgracia fuera poco todavía estaba el último agravio, donde Pompón había salido victorioso.
Sin tiempo para reflexiones, de inmediato Pompón se encontró debajo de treinta y seis garras afiladas y nueve mandíbulas rabiosas. Pobre Pompón, siendo arañado y mordido por todo el cuerpo, no hacía otra cosa, mientras trataba de defenderse con movimientos torpes y erráticos, que suplicar por socorro a la diosa egipcia de los gatos Bastet, que de inmediato se hizo presente encarnando en el cuerpo de una vecina, que con un solo baldazo de agua fría lo libró de la turba asesina. De inmediato, Pompón, queriendo aparentar valentía, rugió un rabioso miau y en seguida cruzó la calle, veloz como un cohete, y con la misma celeridad trepó por el poste del teléfono hasta alcanzar el balcón de su casa y, al fin, el interior protector.
De eso hace dos años ya, desde aquel día Pompón nunca más salió de casa, ni al patio ni al balcón. Su dueña, como lo ama demasiado, le ha puesto una caja con arena para que haga sus necesidades en la cocina. Pompón sabe que le quedan solamente dos vidas y que le durarán en la medida que evite cualquier riesgo innecesario.
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