Las mantas, colchones, cojines, la mesa con las sillas incorporadas, el orinal del pequeño… Todo estaba a punto para iniciar el viaje.
Incluso mi marido había añadido una cama transversal que cruzaba por encima de nuestros pies situada sobre la cama tendida que ya tenía la flamante furgoneta. Así, el hijo menor podría dormir con amplitud.
Nos dirigimos a los Alpes suizos a un camping donde todavía se puede alojar una familia sin tener que subsistir el resto del año a base de perejil.
El viaje, aunque pesado, transcurrió sin incidencias. Por fin llegamos a nuestro destino añorado. Plantamos todo el tenderete, incluida la mesa plegable con las sillas incorporadas en el camping, y nos dispusimos a comer las deliciosas albóndigas que me había traído en una fiambrera desde Zaragoza. Apenas habíamos echado el primer bocado cuando mi marido vio una ardilla en el árbol que teníamos en frente. Queriéndole hacer una foto se puso de pié bruscamente. La mesa no soportó el ímpetu de la maniobra y se plegó. Menos el autor de la fechoría, todos estábamos por el suelo decorados con las albóndigas como si fuéramos extraños Árboles de Navidad. Nos reímos mucho a pesar de que acabamos comiendo sardinas en lata.
El paisaje era precioso, pero el cielo empezaba a cubrirse conforme avanzaba la tarde. A eso de las seis y media, nuestros estómagos empezaron a rugir reclamando alimento ya que las sardinas estaban ya en los pies.
Puesto que nos encontrábamos en los Alpes próximos a Alemania, sugerí que sería buena cosa cenar salchichas del tipo Frankfurt. Dicho y hecho. Unas gotitas de aceite en la sartén, pan para perritos calientes, mostaza, kétchup y la cena estuvo preparada en un periquete. Ni qué decir tiene que atacamos los bocadillos como fieras hambrientas. Tras un rato de conversación nos echamos a dormir justo antes de que descargara una buena tormenta alpina.
Habían transcurrido unas pocas horas cuando mi hijo pequeño, desde su «palco de primera planta» descargó sobre los de «patio» una mezcla multicolor de salchichas a medio digerir, mostaza y kétchup. El olor a vómito era insufrible dentro de la furgoneta, tanto que mi hijo mayor y yo comenzamos a sentirnos mal y como prueba de solidaridad, también echamos las salchichas por donde habían entrado. Nosotros, uno por cada lado, por las ventanillas correderas del vehículo.
Mi marido se levantó para tratar de poner algo de orden en medio de aquel caos. Salió del coche en calzoncillos, con paraguas y con una esponja tratando de «achicar» la marea maloliente que fluía por doquier.
Recuerdo que fue una noche de lo más movida: duchándonos de madrugada y lavando las mantas mientras llovía.
¡Inolvidable estreno de la furgoneta! Había sido «bautizada» por todas partes.
El menor estuvo cenando potitos el resto del viaje.
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