Derrapo por la ladera de una duna, después de haber cabalgado en el filo con la vista hacia la intuición de una frontera; a la derecha, palmeras de plumeros con savia; a la izquierda, ondas térmicas hacia el cielo; y detrás, mi nuca opuesta al viento. Desciendo en diagonal atrancándome con el pie diestro, desplazamiento sin fricción del siniestro, impulso y vuelo, y vuelta a empezar perseguido por los semicírculos de arena derramada que brotan al pisar. Con un último salto llego a la orilla de un parque. Una niña a la sombra baila una bulería y luego, a cámara lenta, se da un chapuzón en el lago y refresca la hierba de rocío, salpicando las lenguas de unos amantes. Encuentro cuaderno y carboncillo y dibujo un camino para pasear, donde saludo a unas bocas que escuchan lo que unas orejas les dicen. Me reconozco en el murmullo, y a medida que me nombran, mi imagen se dibuja y le grita a mis ojos. Me veo y mi dibujo se asusta y se borra. Aparezco en una casa de campo, muros de piedra vestidos de hiedra, y en el porche de la parte de atrás, debajo de un cerezo en un acantilado, mis amigos ríen y beben. Brindo y me río, y busco la puerta de la casa. Oigo un pitido y entro pero no veo nada, y palpo la pared buscando la luz. Enciendo con los párpados pegados, todavía ni aquí ni allá. Apago el despertador, miro al techo y los sueños se esfuman. Me pesa el cuerpo mientras presagio lo que traerá el día, y no quiero levantarme. Amenazo a mi mente y soborno a mis músculos con café y ducha tibia, antes de lanzarme a un trabajo basura, una tarde aburrida, otra noche vacía.
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