La cartera

Ignacio era un buen ilustrador, pero las cosas no le habían ido bien últimamente. Perdió el trabajo y fue dando tumbos haciendo algún dibujo aquí y allá a cambio de unas monedas que le permitieran echar al estómago un bocado caliente.

Aquel día no tenía nada y decidió que una O.N.G. le podría salvar la papeleta por lo menos por una jornada. Fue así como entró en el centro. Se estaba bien allí. El calor y un delicioso aroma a potaje invitaban a quedarse. Mientras colgaba el abrigo descubrió, oculta tras una maceta, un objeto negro. Al agacharse se dio cuenta de que se trataba de una cartera que, con agilidad, se metió en el bolsillo.

Se sentó delante de una mesa. Nadie le preguntó ni su nombre ni su procedencia. Al poco, una sonriente colaboradora del centro le sirvió un plato de cocido que le supo a gloria. Mientras le ponía el agua y el pan, intercambiaron unas palabras. Ignacio pensó que no era la más guapa de las mujeres que allí atendían. Tampoco era la más joven, pero sin duda se trataba de una persona que disfrutaba con su humanitaria tarea a juzgar por la permanente sonrisa que presentaba y su sempiterna amabilidad. Alguien le solicitó:

—Tere, ven un momento, por favor.

En el momento en que hubo acabado la comida, recordó la cartera que había recogido un rato antes. Se fue al baño y la abrió con avaricia.

En el interior se encontraba un D.N.I., treinta euros y unas fotos. Entre ellas la de una niña de pocos meses, «su nieta», pensó.

La cartera fue devuelta a su dueño quien, cuando llegó a su casa, descubrió que había un papel en el que se podía leer:

—Su sonrisa y su amabilidad, a las que no estoy acostumbrado a recibir, valen mucho más que treinta euros. El dibujo es para la preciosa niña cuya foto he visto en la cartera.  

Gracias, Tere.