Habladurías

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Enviado el , clasificado en Amor / Románticos
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Su madre y su abuela vinieron por ella, eran cerca de las doce de la noche. Yo estaba recargado en la ventana y las vi ahí, junto a esa nopalera, con el rebozo tapándoles media cara y en una posición solemne –cómo en los sepelios, ándale, así más o menos-. 

Reparé cuando escuché, al fondo, a mi madre:
Sí, Julia –dijo-, puedes volver mañana. 

Fue la primera vez que escuché su nombre, antes sólo había sido "la señorita", "la niña", "la muchacha"

Y Julia dijo que sí, que mañana a las siete volvía a aprender la cerería nuevamente. 
Me asomé, igual que siempre, tímido, sin decir ni una palabra. Y la vi salir y llevarse con ella mi pudor cobarde –porque sonreía al darse cuenta de que yo salía para despedirla, sin despedirla en realidad-.

Mamá cerró la puerta, puso la tranca y me aventó una despedida impersonal, después fue a su dormitorio. Yo volví a mi trinchera de fuego autoconsumado, pensando en ella, por supuesto, y en las situaciones menos elegantes, deformándola al gusto, guisándola a las brasas de mi imaginación retorcida, 
Y entre la pasión que me volaba con la mente escuché su voz viniendo desde la mesa de trabajo en la sala. Sí… era ella: nítida, inconfundible, serena. 

Ven –me dijo-, ven aquí. 

Me incorporé y acudí en el acto. Ahí estaba ella, jugando con la eterna venda negra de la mano izquierda. 

Te vi salir –dije, temblando.

No puedo irme si no quitas lo que pusiste –sentenció con un tono serio, pero reconfortante-.

Sentí un alivio inmenso, porque al fin lo había comprobado. 

No lo creí posible –le dije-, pero no me importa. 

Quité el alfiler que había clavado en el respaldo de su silla, y entonces ella pudo, al fin, levantarse. Me dio un beso de despedida, más en la comisura de los labios que en la mejilla.

Todo lo que piensas –susurró riéndose-, puedo sentirlo. Todo.

Me dejo ahí, inamovible, cociéndome en mi propio sudor. Un sudor frío y abrasador al mismo tiempo. Retiró la tranca y se marchó.

Al otro día, mi amiga, la gitana, preguntó qué había sido.

Nada –le conté-. Puse el alfiler en la silla, pero ella se levantó y anduvo por la casa todo el rato. Eso de que es bruja son habladurías. Podemos vivir tranquilos.


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