Me despierto, es un día más. Me creo presa, de la realidad. Miro a mi alrededor, vivo en una jaula de oro.
Soy hija de un jeque, mi madre murió hace mucho.
Mi padre no sabe cómo tratarme, no sabe cómo educarme, no sabe lo que necesito. Mi padre quería un hijo y se quedó muy frustrado cuando aparecí yo. Una niña. Yo siempre quise acompañarle a mi padre, al campo, al trabajo e incluso con los amigos a la mezquita.
Mi padre una y otra vez me explicó que yo era una niña, y que las niñas se quedaban en casa cosiendo, peinándose, y jugando a las muñecas.
Yo me sentía muy mal y me sentía muy rara. Por el lo intentaba, por el me esforzaba en ser una chica, y por el, cada día me sentía morir. A ratos sí que disfrutaba del contacto con las mujeres, especialmente en el hammam, en las duchas turcas. Ahí sí que me sentía libre, por un rato, hasta que quería más y me volvían a recordar que era una chica y no podía más. Y otra vez, de vuelta a creerme una esclava y víctima de la sociedad.
Los años fueron pasando, yo fui creciendo y mi cuerpo y mis tareas crecieron conmigo. Por mi padre aprendí a dejar de desear trepar árboles y aprendí a maquillarme y a aparentar felicidad.
Por mi padre hice mucho, hice tanto, que me iba apagando, la alegría que me era innata, iba desapareciendo, cada vez tenía menos momentos de alegría, cada vez estaba más perdida.
Pero, (por supuesto hay un pero, sino no estaría contándoos esta historia)....
Mi padre, como todos los jeques de renombre, tenia un jardín y en el jardín, en la zona umbría, había un invernadero, y este no era un invernadero normal, había pertenecido a mi madre, y era casa de muchas mariposas de muchos colores, las había tanto blancas como llenas de color y hasta negras. Yo iba allí a menudo y tenía un secreto, yo iba allí a hablar con ella, era un sitio que a la vez me daba alegría, de acordarme de mi madre y tristeza de que ya no estuviera conmigo.
Cuando era pequeña, mis niñeras me dijeron que no debía hablar con mi madre, que ella ya no estaba, y que me iba a volver loca y tonta si seguía por ese camino. Y lo peor de todo, que nadie me querría y que sería la desgracia para mi padre.
Así pues, por un tiempo, deje de ir, deje de hablar con mi madre, por mi padre, por brindarle alegría, por intentar ser honorable.
Pero, como siempre, el amor gana y esta vez trajo una lección.
Yo no era la única que me apagaba, aunque no lo supe ver en ese momento, mi padre también, él también echaba de menos a mi madre. Así pues, las disciplinas y normas que me mantenían encerrada, se fueron suavizando. Fueron pequeñas cosas, que me ayudaron a ser quien soy ahora y a encontrar mi camino.
Mis niñeras solían cerrar mi cuarto con cortinones gordos, alegando que así dormiría mejor, alegando que la noche era oscura, fría, mala y origen de todo mal. Eran unos cortinones muy pesados, y a las niñeras les costaba mucho moverlos, así pues, dejaron de correrlos, al principio no los cerraban del todo, y cada día la desidia les hacía esforzarse menos. Y gracias a su desidia, yo conocí a la luna y a las estrellas. No las había visto nunca, mi padre siempre había sido muy claro, el día para ser una niña buena, la noche para reflexionar cómo ser mejor niña y dormir.
Mis niñeras se dejaron los cortinones abiertos y mi curiosidad me impulsó a ir mas allá.
Primero descubrí la luna y las estrellas, y muy pronto descubrí cómo abrir la puerta de mi balcón, y con ello llegaron los ruidos y los olores. Ruidos de risas y olores picantes y de sudor y de algo que no sabía nombrar, era una frescura que me revitalizaba.
Al principio tenía miedo, al principio entre abría la puerta y me quedaba ahí, escondida tras los cortinones, solo escuchando y oliendo, al principio solo observaba.
Poco a poco entendí, que la gente que trabajaba para mi padre, durante el día, le servían y durante la noche, se dedicaban a estar con sus familias, sabían del terror de mi padre por la noche, y de lo profundo de su sueño, que en parte era facilitado por el miedo y unas pastillas, para no sentir, que tomaba desde la muerte de mi madre.
Y con ese entendimiento mi curiosidad se convirtió en osadía. Y la osadía me ayudó a ir asomándome al balcón, cada día aprendía una cosa nueva, a encontrar ropa de abrigo, a como dejar una tenue luz guía para volver, a como pegarme a las paredes y no dar un paso hasta no estar segura, a marcarme objetivos, a disfrutar de cada uno de los pasos, a saber que mi cuarto siempre estaba ahí por mi, y sobre todo, a escuchar esa voz que me animaba y me guiaba.
Había noches que me quedaba escuchando, la mayoría, salía de mi cuarto, por el balcón y empecé a hacer incursiones en el jardín, sabía que los grandes muros que antes pensaba que me mantenían presa, ahora me hacían sentir segura, porque sabía que nadie de fuera podría entrar.
Sabía que el peor castigo era la decepción de mi padre, por lo que era muy cauta. Aun así, estaba claro que algo me estaba pasando, mi vitalidad estaba volviendo y mi alegría y energía, tenía que fingir mucho para que no se me notara. Y eso solo lo hacía peor, porque sabía que había otro mundo más allá de los cortinones, y pretender que seguía siendo la nena servil de papa, cada día me costaba más.
De día intentaba dormir, a ratos, como podía, sin que se notara mucho, para poder estar despierta, cada vez más durante la noche. Además, empecé a aprender sobre los animales de nuestro jardín y sobre sus costumbres, tanto diurnas como nocturnas, mi cuerpo se hizo flexible y fuerte, de tanto andar, y aprendí a ser silenciosa y que sonidos eran normales y que sonidos no lo eran tanto, para estar al tanto y detectar posibles cambios en los ritmos de los otros habitantes de la casa.
De noche, disfrutaba en el jardín, cada vez me adentraba mas y mas dentro del jardín y cada vez disfrutaba más de la noche, aprendí a diferenciar las diferentes fases de la luna y los diferentes caminos. Yo siempre quería ir a las zonas más lejanas, separada de la casa, para ser más libre, para ser más yo misma.
Hasta que una noche, me encontré otra vez con el invernadero de mi madre. Lo tenía totalmente olvidado, hacía años que no me acercaba, que ni me acordaba, y con curiosidad detecte que estaba estupendamente bien cuidado. Alguien debía seguir cuidando del invernadero, y con alegría comprobé que también de sus habitantes.
Con la cautela y paciencia que había desarrollado, inspeccione el invernadero por fuera, asomándome a las ventanas, cuál fue mi sorpresa al encontrar mariposas y luciérnagas, que hacían del invernadero un lugar espectacular de noche.
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