Al salir del dormitorio Chila Pérez ya estaba arreglada. Cinta amarilla sujetando el cabello en una colita, justo al comienzo de la nuca; vestido sin mangas, blanco y salpicado por graciosas margaritas, sujeto a la cintura por otra cinta amarilla anudada a la derecha con un moño bien hecho. El vestido le llegaba a las rodillas. En los pies, llevaba puestas sandalias de goma blanca.
Prendió la propaladora del pueblo, que consistía en girar la única perilla del parlante colgado en la pared y que, después del "clac" de encendido, más perceptible al tacto que al oído, cumplía la función de volumen. Todavía no había transmisión, pero se oía un chirrido extraño que no correspondía a nada conocido.
Al retornar de la cocina, Chila traía una taza de porcelana con motivos florales humeante con té con limón, sobre un platito también de porcelana blanco pero desprovisto de cualquier motivo decorativo. Una rodaja de limón ocupaba casi toda la circunferencia interior de la taza, que apenas apoyó en la máquina de costura, sacó con los dedos y se puso a soplarla, cambiándola de mano hasta que se enfrió; entonces se la llevó a la boca, haciendo feas morisquetas mientras la chupaba. Después la arrojó al tacho de basura forrado con bolsas de papel sobrantes de las compras, cerca del pedal.
Chila ensartaba el hilo en la aguja de la máquina cuando irrumpió la voz de Ernesto Marín, el dueño y único locutor de la propaladora (la única del pueblo) y del cine (también único), y donde cumplía la función de proyeccionista, dando los buenos días e iniciando la transmisión diaria, desde las nueve a dieciocho, donde leía las principales noticias del diario local y de los dos mayores diarios nacionales, el horóscopo y los resultados de las loterías provincial y nacional, intercalando las lecturas con comerciales gravados (los mismos que, subido a un Renaul "4L", color celeste gastado, con parlante en el techo, anunciaba recorriendo las calles del pueblo) y con bloques musicales de floklore, tango, cumbia, romántico y nueva ola nacional. Durante los intervalos entre las recorridas, de una hora cada, la programación de la radio quedaba a cargo de su esposa o de su hija mayor, pero ninguna hablaba nada, solamente pasaban música y comerciales.
La máquina ya estaba lista. Chila, sentada y con los pies apoyados en el pedal, tomó un sorbo de té y se puso a desdoblar el vestidito cuidadosamente doblado en dos en un extremo de la máquina, el cual había hilvanado la noche anterior mientras sufría con la mala transmisión televisiva de la novela "El amor tiene cara de mujer". Mientras tanto, en el sofá que tenía al lado, entre la máquina de costura y la puerta de entrada, su muñeca preferida esperaba el estreno de una nueva ropita.
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