CONVENTO DE LA MADRE DE DIOS (Pescia, Italia, sobre el año 1.620)
A la joven Bartolomea Crivelli la ingresaron sus padres en el convento con apenas 18 años. Entonces era abadesa la joven Benedettra Carlini, nombrada abadesa con apenas 30 años debido a sus visiones y a afirmar que le hablaba Dios. A Benedetta (Bendita) le atrajo Bartolomea en cuanto la vio. Era una noven de aspecto delicado y dulce, alta, delgada, hermosa, rubia. La primera noche de su estancia en el convento, después de la cena, mientras las monjas rezaban en la capilla antes de recluirse en sus celdas, la llamó a su despacho. Ambas permanecieron de pie, una frente a la otra, con la mesa de por medio sobre la que descansaban gruesos libros de carácter religioso. Benedetta le mostró las palmas de sus manos, en las que aparecían sendos estigmas.
- ¿Sabes qué significan estas señales? - interrogó.
Bartolomea negó con la cabeza.
- Significa que participo en la pasión de Jesucristo. Nadie creería que hablo con él si no fuese por estos estigmas, y aún tengo otro en el costado, igual que la herida de Jesús en la cruz producida por la lanza de Longino. ¿Quieres verlo para comprobarlo?
Bartolomea no se atrevió a dar una respuesta.
- Has ingresado en un convento especial, quiero que lo compruebes. Te enseñaré la herida que sólo ha visto nuestro confesor, pero antes quiero que te desnudes.
La muchacha la miró asustada.
- He de conocer a todas nuestras monjas y novicias, por dentro y por fuera, para eso soy la abadesa y tengo la autorización del Papa y del confesor, a quien pronto conocerás.
Bartolomea empezó a quitarse la ropa lentamente, hasta que quedó completamente desnuda, ocultando con un brazo sus pequeños pechos y con el otro el pubis dorado.
- Deja la ropa en el suelo y sígueme -le ordenó.
Una detrás de la otra, atravesaron un largo y frío pasillo hasta la celda de la abadesa, más amplia que la de las demás monjas. Una vez dentro, Bernadetta atrancó la puerta y le indicó a Bartolomea que se acostara boca arriba en el lecho. Una vez acostada la joven, la abadesa se desnudó y le señaló el estigma en el costado, muy parecido al de las manos. Luego se acostó sobre ella y frotó su cuerpo con el de ella cada vez con más intensidad. Suspiró de placer la abadesa desde el primer momento y como Bartolomea permaneciera fría y quieta le metió la mano entre las piernas, le introdujo tres dedos en su vagina y los sacó y metió hasta que consiguió que gozara. Después, reposando en el lecho, abrazadas, le cogió a la novicia una mano y con ella se frotó su pubis.
_ He de confesarte que cuando realizo estos actos con otras monjas y que la sociedad considera impuros es porque me posee un ángel, de tal modo que no son pecado, pero es mejor mantenerlo en secreto porque no se comprenden. Es un ángel macho que se llama Splenditello y a veces sus exigencias son distintas, un día lo comprobarás.
Se levantó de la cama, trazó la señal de la cruz sobre el pecho de la novicia y le dijo que se vistiera y fuera a su celda.
El día anunciado de conocer los gustos desviados de Splenditello llegó una semana después, cuando la abadesa le dijo que se desnudara y se tumbara boca abajo en el camastro de su celda. Le enseñó un falo de considerable tamaño y grosor forrado de cuero color marrón y le avisó de que tenía que aguantar porque el ángel macho tenía muy malas reacciones si se le contrariaba. Le acarició las nalgas, le metió primero un dedo y después dos dedos en el recto y los movió para hacerlo más accesible, luego, poco a poco, le introdujo el falo hasta el fondo. Bartolomea se quejó al principio, después se relajó y dejó de sentir dolor para experimentar algo parecido al placer.
Pero, atormentada por remordimientos y culpas, declaró un día a su confesor todo lo que le obligaba la abadesa a hacer, reconociendo que eran amantes y que disfrutaban ambas. El confesor las denunció a la Inquisición y tras una rápida investigación fueron encerradas de por vida en sus respectivas celdas, de las que sólo salieron para comer o ser azotadas delante de la comunidad.
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