Una mujer

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Una mujer como yo no puede estar parada aquí, tanto tiempo, vista por todo el mundo, a estas horas, con la calle ruidosa, y el frío. ¿Qué hago esperando por una persona de la que no sé su nombre? ¡De la que no sé nada! Lo he visto una vez. En esta misma tienda. Comprando un libro y un bloc de notas. Hace unos minutos se cruzó ante mí. Me miró. Le miré. Sonrió. Se apartó ligeramente. Y yo con mis dos novelas. Y sigue dentro, hablando con el dependiente. ¿Y sí…? Pero, ¿por qué hago esto?

Lo confieso. Su juventud, está buenísimo. Los ojos, la elegancia, porque me parece súper elegante. El perfume que usa, ¿cuál será? La Voz. Sí, la voz. Nunca me había sucedido una cosa así. ¿Enamorada? “Buenas tardes, señora”. No puedo pensar en otra cosa. Quiero volver a verle. ¿Entrar otra vez? ¿Para qué? Las dos novelas habían sido encargadas y aquí las tengo, conmigo. ¿Qué más quiero de esta librería? ¡A él ¿A él? ¿Pero qué me pasa? A mi edad. Cuarenta y nueve años y. ¡Qué frío!

Hay tanta gente que pasa a mi lado. Si alguien me reconociera. Si una amiga, un amigo, un familiar me viera aquí parada, a esta hora, con este frío, insisto, ¡cuánto frío! Lo mejor será que entre, claro, pero debo saber qué voy a pedir, qué comprar, cómo iniciar una conversación con el buen muchacho que lleva trabajando en este lugar varios años. Es de toda confianza. Me conoce muy bien, sabe dónde vivo, conoce mis gustos y sospecharía ante cualquier nadería.

Si le preguntasen cómo soy, respondería que callada, una mujer que sabe lo que quiere y no pierde el tiempo buscando novedades. Una señora que no curiosea. Saluda, da las gracias y con la misma sale para regresar pasadas tres semanas, tal vez un mes.

¿Y si estuviesen hablado de mí? “Ella es, ¿cómo le diría? Sí. Culta. Creo que habla perfectamente inglés e italiano. Está casada con el doctor Argüelles, el oftalmólogo más importante o uno de los más importantes. Ella no es de aquí. Es canaria, y se conocieron en la consulta del doctor. La señora se quedaba ciega, o eso decía el doctor. Pero mi usted lo que es la medicina y el equipo que trabaja con el doctor Argüelles. Ahí está ella. Con uno ojos que... ¿Ha visto usted sus ojos? Y lee lo mejor. Clásicos y ensayos. Es de mis mejores clientes”.

¿Si ya tengo las dos novelas que pedí, qué he dejado atrás?

¡A él! Por supuesto.

Y estoy casada. Y amo a mi marido. No olvides a Paco, por Dios te lo pido. Lo eres todo para él, y él lo es todo para ti. Amigos, sí, y amantes. Sí. Hacemos el amor con mucha más frecuencia que esos matrimonios que se han secado y resisten por miedo a la intemperie. Hacemos el amor con pasión. Es que no voy a mentir. Hay pasión. En mí y en él. A sus cincuenta y nueve años no ha perdido el interés en mí, y mucho menos las ganas de sexo. Follar, lo llama él.

Es todo una locura, pero repito que jamás había sentido nada igual.

No me pregunten de dónde saqué las fuerzas, el coraje, pero aquí estoy, otra vez en el interior, saludando al dependiente y dando las buenas tardes al hombre más guapo, elegante y seguramente delicado e inteligente de la ciudad.

Me responden los dos pero solo tengo alma y sentidos para él. Otra vez la voz. Música para mis oídos. Y el perfume. Toda la librería está abrazada por él. Yo me dejó abrazar con pasión.

-¿Qué se le ha olvidado, señora? Pregunta el dependiente sin alejarse de él.

Me vuelvo empujada por el miedo, con el corazón en la garganta.

-Una pluma. Olvidé que mi marido me pidió una pluma.

-Ah, qué interesante. La atenderé enseguida.

-Gracias.

He dicho “mi marido”. ¿Pero qué he dicho? Lo he dicho. “Mi marido”. Tengo ganas de salir corriendo. Huir. Llorar. Tumbarme sobre la cama de mi dormitorio y no dejar entrar a nadie durante días. Alegar que no tengo apetito, que estoy enferma. Que me visite el tonto de nuestro médico al que le puedo contar cualquier cosita sin importancia. “Mi marido”, he respondido como la boba que soy. La boba que siempre he sido.

Busco plumas. Pero sé donde están. Aquí. Como siempre. Algunas me gustan, otras no. Alguna vez he regalado alguna.

¿Pero qué busco por estos tres pasillos de la librería que llevo visitando y en la que siempre compro?

Entonces el sitio se convierte en una fortaleza. Puedo ver. Observar. Pensar. Imaginar. Aquí, justo aquí, con un libro de Rosa Montero en las manos, la seguridad de que no pueden saber qué estoy haciendo es absoluta. Bueno, sí, ojear un libro. Pero ya tengo mis libros. Bueno, la verdad es que no tiene que resultar extraño que mientras espero por el chico, más o menos los veinte y ocho años, no llega a los treinta, esté con los libros y más libros. La señora de Argüelles curioseando (algo inusual, por cierto) entre los libro. ¡Pero es que olvidé la pluma de mi marido!

Te estoy viendo. Eres alto, más de un metro ochenta. Y atlético. Desde donde estoy puedo escuchar la conversación. Y me llega ese perfume.

-Los cinco periódicos, más las obras completas de Hoffmann, los sobres y el lápiz…Ah, y el bloc de notas.

Te dice el total y pagas con tarjeta, claro. Y das las gracias por adelantado.

Entonces sucede. Te vuelves y me miras. Yo estoy mirándote. Ha sucedido. No puedo quedarme ciega. No quiero, ¿no quiero, de verdad que no quiero? Apartar la mirada de ti sería suicidarme. Sonríes. Saludas con una leve inclinación de la cabeza. No sé qué hacer. O si he hecho algo en este tiempo que se ha hecho infinito y que todavía tiene vida. Has calculado muy bien el paso de los segundos. Enseguida tienes al dependiente mirándote y dándote las gracias por la compra.

-Miraré si hay un libro de economía que me interese.

-Por supuesto.

Pero el chico no se ha olvidado de la señora de. Ni hablar.

Casi corre a dar conmigo.

-Aquí están las plumas, señora Argüelles. ¿Alguna de su gusto?

-Gracias, sí.

Dejo el libro y me condeno a la soledad, al vacío, a la oscuridad, a no ser nada.

-Esta.

-¿Para su marido?

¿Qué ha dicho? Lo ha dicho. Ha dicho, señora Argüelles, ¿para su marido? Lo ha dicho con naturalidad, con respeto, a sabiendas de que es así. Que siempre me trata así.

-Pero es para un regalo que el doctor quiere hacer a un amigo.

-Entiendo.

Y se retira con la pluma.

No sé si su beso en el cuello, si una mano en mi culo y la otra en mis tetas se eternizó hasta rejuvenecer a Almudena Grandes, pero yo sentí que me perdía en el lugar más tórrido del planeta. Era imposible que nos viera. Me besó con la pasión necesaria para que mi boca abierta recibiera la lengua mientras las manos me tocaban hasta que se detuvieron y comenzaron a restregar mi entrepierna. ¡Malditos pantalones!

Se separó sudando. Un poco. Excitado. Se bajó la bragueta y se pajeó con furia. Rápidamente se corrió. También me lo pide mi marido cuando follamos. Que se la chupe y que le haga una pajita hasta que termina corriéndose a lo grande, sin mancharme. Y todo sucede mientras nos magreamos y una mano está dentro de mí.

Cayó el libro de Rosa Montero. Haciendo ruido.

Epílogo

Nos vimos tantas veces. En tantos sitios. Casi no sabía nada de él. Casi no sabía nada de mí. Más joven que yo, pero ya con los cuarenta y tantos. Actor, director, guionista. Pero nunca me gustó el cine y sigue sin gustarme.

Se reía cuando me lo comía como nadie y me corría de pie y me meaba. Nos reíamos.

Aquello duró lo que se tarde en leer el Levítico.

Rompió él. Claro. Y no pasó nada.

Yo seguí comprando libros. Leyendo. Era la esposa de Argüelles y él, mi doctor, se sentía muy orgulloso de mí. Y yo de él.

Pronto olvidé a. ¿Cómo se llamaba?

Y solo han pasado unos meses.

Pero en la ducha, ayer, me masturbé recordando nuestros encuentros.

Y me pilló él. Ya saben.

Se echó a reír y enseguida se empalmó.

Ya éramos tres.

No. Solo Dos.

Mi Argüelles y yo.

 

 

 

 


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