La sombría cara del Doctor confirmó lo que la mayoría de los presentes en la sala esperaba… Manuel había perdido la batalla y ya jamás se levantaría.
Confirmar esta certeza ya aceptada no evitó que la incredulidad me apretujara el corazón. Mi intelecto racional tardaba en asimilar el hecho de que una complexión como la exhibida por el heredero del imperio Martínez fuera vencida por la podredumbre negra en una herida fortuita.
En pleno siglo XXI, la ciencia que nos ha garantizado una impensable esperanza de vida cercana a los 50 años es incapaz de sanar las fiebres ocasionadas por una herida tan miserable. Esta incapacidad, esta ineptitud humana para mantener sana la más estúpida de las heridas, es causa de que cirujanos tan famosos como el mismo Doctor Miller allí presente no pasen de ser míseros carniceros, verdugos que ejecutan sentencias en mesas de operaciones.
Dudo que alguien pueda explicar el hecho de que las cataplasmas de ajo, jengibre y miel que usa el Dr Miller, reconocida eminencia de la medicina actual, sean la misma receta “anti biótica” que aparece en el viejo libro de medicina familiar de la abuela Grecia.
Constructores de monstruosos edificios, diseñadores de poderosas maquinas, inventores de armas capaces de arrasar poblados enteros en un soplido y, sin embargo, débiles como bebés ante la herida de un pedazo de hierro con algo de óxido.
En silencio, abandoné aquella casa reflexionando en lo peligroso de este mundo con tan pocos recursos médicos.
Nota: (Punto Jonbar) Con el descubrimiento de la penicilina en 1928, Alexander Fleming marcó un punto de inflexión en la historia humana. La era de los antibióticos trajo consigo un salto cuantico en la medicina que plantó las bases de la sociedad tecnológica tal y como la conocemos ahora. Pero ¿“Y si” no se hubieran descubierto los antibióticos?
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