El viejo Wladyslaw

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Por fuera de mi casa descansaba un viejo pobre que no hablaba mi lengua O así creíamos todos. Ponía la mano y recibía algunas monedas. Cuando reunía el dinero suficiente se ponía en pie y caminaba en dirección a la panadería. Compraba una barra de pan y un jugo. Y si sobraba algo de dinero, una botella de agua de medio litro. Si ese día la caridad de los hijos de puta que merodean por la zona alcanzaba para un café, el viejo bobo y sucio y pobre y extranjero se tomaba el café. Algunos decían que era turco, otros que egipcio, otros que griego. Los menos, que ruso. También estaban los que se aventuraban a decir que era un vasco sinvergüenza que se creía más que nadie y que hablaba esa lengua de bárbaros para joder a la parroquia. Catalán seguro que no era.

Dormía en el parque haciendo buen tiempo. Con los malos días de invierno se recogía en el albergue de tres calles más allá. Y nunca le faltaba la cama. No se le conocían amigos. Pero hablar, hablaba, ya lo creo. Muchas veces no paraba de soltar palabras durante buen rato. Eran historias, supongo. Y cantaba, eso sí, bajito, pero cantaba.

Lo extraño de esta historia nada extraña, es que un día, a eso de las dos de la tarde, cuando echan por la tele el telediario de los políticos y de niñas muertas y de colas del hambre y de futbolista embrutecido por el dinero que se echa a llorar porque quiere mil millones de euros más o algo así; más o menos sobre esa hora, el viejo bobo y sucio y pobre y extranjero se puso en pie de un salto cuando yo metía la llave en la puerta.

¿Y usted nació en qué año?

Mis ojos se fijaron en él. Tras la suciedad y la barba de siglos, algo tenían unos ojos pequeños pero vivos y negros. Tan cerca de mí, descubrí que la boca era la guarida de unos dientes grandes, blancos, afilados. No solo los colmillos. Todos los dientes que asomaban estaban así. Terminados en punta de flecha. Y la lengua era negra, con una figura grotesca tatuada en ella.

Buenas tardes. ¿Y usted nació en qué año?

Esperé unos segundos para salir del asombro.

Buenas tardes. Habla usted español. Mil novecientos cincuenta y ocho.

Buen año. Diría que uno de los mejores.

¿Y usted? ¿De dónde es? ¿Cuándo nació?

Nací en Cracovia. Sur de Polonia. La ciudad del Papa.

¿Qué Papa?

Cómo que qué Papa. Juan Pablo II. El Papa.

Ah, sí.

Mil novecientos veinte y cinco.

¿Su fecha de nacimiento?

Exacto.

¿Y a qué se dedicaba?

Era asesino, espía, pederastia, violador, torturador de los que traicionaban a la patria.

Pero…

Todavía lo soy, ¿sabe?

Tras una pausa y la incomodidad propia de este tipo de conversaciones decidí a hacer lo que es más aconsejable es estos casos. Saqué la cartera y enseñé un billete de diez euros. Rápidamente me lo quitó de la mano.

Volvió a sentarse el viejo bobo y sucio y pobre y extranjero. Y sin hablar más español siguió sus días. Le di por loco. A lo mejor era la lepra.

Cierta mañana del mes de diciembre, a comienzos de dicho mes, por cierto, no estaba como de costumbre sentado por fuera de mi casa. En muchos años era la primera vez que no se le veía. La gente se agolpó en el lugar. La policía, los bomberos, los notarios, los periodistas, los que trabajan para el SETI en el barrio, Sergio Ramos, los Romanov al completo que acudieron en procesión tras salir de una sucursal bancaria. Allí no faltaba nadie.

Abrí la puerta y vi lo que sucedía.

En el suelo, pegado a la pared había un papel y una piedra que impedía que se echara a volar. Todos miraron hacia mí.

¿Qué ha hecho?

Preguntó uno de los periodistas.

¿Yo?

Sí, ¿qué ha hecho usted?

Esta segunda pregunta la formuló el Romanov con agujeros de bala por todo el cuerpo.

La última vez que hable con él le di diez euros y…Ah, sí, habló conmigo en perfecto español.

¡Qué barbaridad!, exclamaron todos. Sobre todo los Romanov.

Pues ese papel que está ahí es para usted, seguro. Y la piedra también, faltaría más.

¿Quién aseguró tal cosa? Claro, el cura de la parroquia. Un puto negro de Guinea Ecuatorial.

Me agaché, recogí el papel y guardé la piedra en uno de los bolsillos del pantalón.

Entonces me dispuse a leer las palabras que se habían escrito. Medio folio, tal vez un poco más.

“Sepa usted, distinguido amigo, que corre grave peligro. Le persigue la vida para ajustar cuentas. Ella anda por ahí asegurando que se ha pasado gran parte del tiempo rascándose los huevos, leyendo libros y escribiendo boberías. Le aconsejo mucho cuidado. Por experiencia propia estoy convencido que a las personas como usted la muerte no los quiere. Y eso, mi buen amigo, es una verdadera putada. Así que espabile. Busque un trabajo, deje la lectura, aparte para siempre la absurda tontería de escribir historias para viejos bobos y sucios y pobres y extranjeros. Trabaje en algo que le arruine la vida. No importa que ahora den dinero por sus libros. Eso carece de importancia. Lo grave es que la vida se la tiene jurada. La vida es analfabeta. Y la muerte dejó de leer cuando Dante se fue con ella. Hágame caso. Ssssssssssss. ¿No huele usted a vida en este momento? Su hedor es inconfundible. La vida tiene el sobaco más limpio del mundo. Ah, si quiere saber lo que significa el tatuaje de esta negra lengua, sepa usted que es un simple y vulgar capricho de nacimiento. No tiene más secreto, de verdad. Eso sí, los dientes terminados en punta de flecha son para comerme mejor a los escritores que se pasan las noches en vela engendrando cuentos, relatos y de vez en cuando, para entretenerse y reírse del personal, publicando en la internet gilipolleces como esta. Cuídese. Su fiel amigo, Wladyslaw.

La cosa fue a menos al cabo de sesenta o setenta años. Apenas se hablaba del polaco. Bueno, eso dijo él. Solo un joven atrevido, guapo, de familia bien, obsesionado por Gógol, Tostói, Gorki, Pushkin, Dostoyevski y un tal Józef Teodor Konrad Korzeniowskino, no paraba de seguirme del parque a mi casa, de la parroquia a mi casa, del café a mi casa, de la panadería a mi casa.

¿Qué quiere usted? ¿Dígame qué es lo que quiere usted de mí? Llamaré a la policía si no me responde inmediatamente.

¿Es que no se acuerda de mí, mi buen amigo? Soy el viejo Wladyslaw.

 


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