Hagamos el Amor y no la Guerra
Por Valentino
Enviado el 05/07/2021, clasificado en Adultos / eróticos
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–Será divertido, Bergámo –dijo Kevin gritándome desde las puertas del carro, esa máquina poderosa por la que había endeudado diez años de su vida y que le daba más problemas de cabeza que un hijo–. Ya vas a darte cuenta.
–Miráme –le respondí sacándome las bolsas del pantalón, recostado en una silla de playa que había desplegado en mi terracita de tercer mundo, con sus verjas oxidadas, pensando en que, dadas las negras circunstancias que se avecinaban, ya era hora de tomar la justa decisión de ahorcarme; era eso, o seguir encorvándole la espalda a mis padres–. Hace dos semanas que no recibo trabajo, por la cuarentena; estoy en la quiebra; no puedo siquiera salir de mi casa.
El Kevin estaba eufórico, fuera de sí, quizá aturdido por la mala calidad e impureza de la cocaína que últimamente las mulas del presidente de la república comerciaban, y a la que era un sacrosanto adicto; me lanzaba besos desde la acera y gritaba excelso que bendecía a todos en el lugar, menos al Pelos de Elote, el que, según el Kevin, con su gastada retórica discursiva de la Guerra Fría, acostumbrado a joderse a todo el mundo y a salir impune, sin que recibiera castigo alguno hasta el sol de hoy, se había echado de enemigos a los milenarios chinos, quienes, con su antiquísima y sutil sabiduría, no le habían perdonado la trillonaria afrenta arancelaria y le tenían encajado hasta las arrugas de los huevos en el asterisco. De paso, se había cagado en nosotros. ¡La tenés adentro, redneck soberbio, hijo de puta!, decía.
Por mi parte, más que todo dominado por la vergüenza, trabajaba como periodista y editor freelance de un puto y deleznable periódico local que era de esos típicos pasquines que, cuando no recibía los cheques por publicidad de parte del Gobierno a tiempo, lo demolía a golpes con una sarta de campañas sucias hasta conseguirlos. Se ubicaba enfrente del gimnasio donde me ejercitaba; me pagaban una mierda, a modalidad de camera; el puto maldito de su dueño, el señor Pichai Cohen, solía humillarme ante sus amigos, enfrente de quienes se vanagloriaba de mantenerme andrajoso diciéndoles mientras bebía un whisky a las rocas que “sólo porque soy altruista y porque me da pena ver al Bergámo andar por ahí aplanando calles” me daba trabajo; semejante ávaro enano hijo de puta; como si nadie supiera que era uno de los mayores lavadores de activos de la ciudad.
Mis artículos eran incendiarios y me gustaba atacar especialmente al periódico con mayor tiraje nacional, La Prensilla, cuyo dueño y editor, un mulato que había tenido la suerte de haberse casado con una rica y deliciosa árabe argelina, se creía blanco. “Todos los negros toman café”, firmaba al final de cada uno de mis escritos para manipular con ello el orgullo cobrizo de mi contrincante. Y funcionaba. Vaya que sí funcionaba. La esposa del mulato era prima del presidente de la Corte de Justicia, otro árabe, los arios económica y políticamente del país, y no fueron pocas las veces en que tuve que pedirle perdón de rodillas para no enfrentar la cárcel.
No obstante, el siempre ignaro populacho adoraba mis escritos y rápidamente catapultó el periodicucho del señor Cohen al respetable segundo puesto de los más leídos de la nación. No es que aquello me enorgulleciera, pero disfrutaba de ver lo fácil que era engañar a los pencos. Congresistas, jueces, ministros, grupos de presión, me seguían el juego cuando favorecía a sus intereses. Pero ni esta hazaña fue digna de tomarse en cuenta para que el señor Cohen me ofreciera una plaza permanente, el muy desgraciado hijo de puta. Solo escribía en su pasquín porque aquel puestecito me daba el status necesario para aparentar y hacerme valer como autoridad ante mis conocidos, y algunos tontos. Todos esos ilusos tenían el valor de escucharme. Qué idiotas.
El malnacido de Kevin era uno de mis mejores amigos en el gimnasio, un clase media con aires nobiliarios y que poseía las mejores conexiones con la rica élite pueblerina, la que, por cierto, se retorcía de la alegría, agradecida con Dios, por la aparición fantasmal del Covid-19, esa peste virológica que les había llenado los bolsillos de golpe; no dudaron ni por un segundo el aprovechar la situación para empezar a darse grandes baños de superioridad moral y santidad religiosa. ¡Bien ganado se lo tienen, borregos hijos de puta! Un día se me antojó atacarlos con virulencia por puro placer, pero desistí porque un sargento de la policía me dijo que "man, ponete vivo, ya dieron la orden para matarte” y luego me entregó un cheque al portador por dos mil dólares. Cuando llegué al banco a cobrarlos, me lo rechazaron por falta de fondos. Los muy hijos de puta. Ni para hacer bromas tenían gracia.
El Kevin tenía una cara de rapaz y hacía honor a su talla y figura: era un político extorsionador al que le gustaba la gran vida y el dinero mal habido, un estafador corriente, para mi gusto, de mirada astuta y de lengua fácil, hábil para hacerse el filósofo y el Gengis Khan cuando las circunstancias lo requerían. Era un cabrón bien hecho. Era de los pocos que conocían mi casa, mi recinto sacramental, mi garbha grija, mi Bodh Gaya, mi Masjid al-Haram, mi Kodesh Hakodahim, ahí donde el obelisco antiguo y sagrado reside incólume e inviolable. Era mi lugar de desintoxicación y el lugar donde Adán, solitariamente, se había sacado su cremosa y jugosa costilla para crear a Eva. Solíamos reunirnos los fines de semana para ver partidos de futbol en los bares de la Zona Viva; bailábamos y nos drogábamos en las discotecas para acabar metidos en la cama junto a muchachas desconocidas, normalmente zorras despechadas y esposas de trabajadores, en hoteluchos de mala muerte. Había sido él quien me había hecho neófito de una sociedad que aquellos duermevelas llamaban secreta.
–¡Hermano! –volvió a gritarme mientras subía en un tris las escaleras que lo llevaban a mi apartamento–. Usted no le pare bola a eso; yo estoy a cargo ahora de este maldito país y de su maldita gente. Soy su dios. ¡Le ordeno que me siga!
Sin que yo pudiera abrir la boca, me tomó de la muñeca y me pidió que lo acompañara a la puerta del carro.
– ¿Entra o lo entro? –me voceó desde el lado del conductor.
–¿Adónde vamos? –le pregunté.
–A la casa del embajador de Arabia Saudita, al hogar de la excelsa familia Bayja.
–¿Qué me estoy perdiendo? –pregunté extrañado.
–Amigo mío –dijo Kevin posando su vista en mis inocentes ojos–. La Primavera se acaba.
–¿Pero será posible? –me dije cayendo en cuenta–. Por Dios, peco de imbécil.
–No cuando tiene a un amigo siempre presente para salvarlo.
A tres cuadras de la casa del embajador, tuve la satisfacción de observar a un joven delgado y atlético, vestido a la marca, con el sello de Silbon y sus cortes new classic y patrones fit, que caminaba a pasitos cortos y graciosos, con un lindo y bien trabajado culito. Tuve una erección. Pero más adelante, pude ver a una preciosa jovencita que movía sus nalgas redondísimas al vaivén de las ondas del viento. Se trataba de un culo riquísimo y que gocé intensamente en mis pensamientos. Cerré los ojos de pena.
Finalmente llegamos a la casa del Bayja, cuyo palacete al estilo qatarí dejaría perplejo al más grande de los arquitectos.
Nos recibieron los lacayos con collares de flores y perfumes.
Kevin se volvía para verme con seriedad y a la vez cierta picardía.
“La que te va a tocar, amigo!, parecía decir.
Enseguida pasamos al salón de eventos, donde nos recibió el excelentísimo embajador Akram Bayja vestido en una bata.
–¡Cuánto me alegra volver a verlo, mi querido Bergámo! –dijo dándome la bienvenida–. La Fiesta está lista. Pase, pasen, por favor.
Pronto se abrieron las puertas posteriores del salón y enfilamos juntos por el pasillo, largo y luminoso. Justo cuando girábamos a la izquierda, nos topamos con el señor canciller de la república, Leandro, encimado en el culo de una morena preciosa. Todo el largo de su miembro sudoroso, entraba y salía con suma violencia. El embajador Akram aplaudió con alegría, exclamando:
¡Felices y santas fiestas, adoradores de Gaya!
–Bendita sea! –le respondió Leandro y su deliciosa amante.
Pronto llegamos al salón principal, el templo de adoración, como lo llamaba el embajador. Las luces estaban apagadas.
–El tema de esta celebración en honor a Gaya es el de las flores y el final de la cuarentena –dijo bien serio–. ¡Enciendan las luces, el objeto de la expiación ha llegado! –acabó gritando.
Entonces caí en la cuenta de que el objeto de la expiación era yo.
Pronto vi a un conjunto de hombres y mujeres desnudos, empresarios y políticos, que se me acercaba. Me asombré de ver al propio señor Cohen allí, sonriente. Y también al joven atlético y a la mujer de las nalgas redondas. Sin duda alguna, mi sacrificio sería el más placentero de los sacrificios.
Abrí mis piernas y los brazos como si fuera un Cristo, y entre todos los lujuriosos me levantaron para colocarme encima del altar.
Cada uno de los veintidós depravados pasaron a hacerme una paja checa. Luego, en igual formación, cada uno de ellos me hizo una mamada.
Di la orden para que empezará la Gran Orgía, que duró toda la noche, en tanto que los liberados me gritaban frenéticamente:
“¿Cuál es tu mandato, Señor Redivivo, cuál es tu mandato?”
Y mientras yo pegaba una de las más grandes acabadas de la Historia, fluctuosa, espesa y explosiva, les mandé el siguiente evangelio:
–¡Hagamos el Amor y no la Guerra!
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