La petite espagnole

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Acababa de terminar la carrera de Filología Francesa y pensé que sería una buena idea pasar un tiempo en Francia y poner a prueba mi nivel en el idioma de Molière.

Me instalé en un pequeño piso en Toulouse. Puse un anuncio en el periódico local en el que ofrecía mis servicios como profesora particular de español a domicilio. No tardaron en llegar las peticiones.

Gracias a los ingresos que me proporcionaban las clases podía sufragar los gastos cotidianos mientras viví en Francia.

Una tarde  llamaron de un domicilio donde un adolescente precisaba de ayuda en sus estudios de español. Al día siguiente me presenté en la dirección y a la hora convenida. Se trataba de un matrimonio de cuarentones. Ella tenía una cara muy agradable y un cuerpo algo pasado en peso. A él también le sobraba algún kilo y tenía una cara…

Monsieur Pierre disfrutaba exhibiendo algunas de sus pertenencias que guardaba con mucho esmero: un trofeo de un campeonato de golf, una antigua grabación con la voz de Caruso, unos guantes de piel de cabritilla adquiridos en París… objetos que nunca sacaba de casa por temor a que sufrieran el más nimio deterioro.

El alumno era un chaval despierto, pero de escasa capacidad de concentración. Iba superando la asignatura a duras penas. El que tenía muy viva su concentración era Monsieur Pierre que la fijaba en partes concretas de mi fisonomía. De las miradas pasó a los roces supuestamente accidentales. Una mano se dirigía a mi trasero, al día siguiente su hombro tocaba mi pecho o fingía que era incapaz de hacerse el nudo de la corbata y que «la petite Espagnole» le ayudaría en ese menester, momento en el que aprovechaba para acercar sus labios a los míos.

Aquel sábado fue más lejos y me propuso un revolcón en la cama, ya que su mujer estaba de viaje. Ya no aguantaba más. Tenía que irme lejos de ese sátiro.

Le dije que el lunes sería mi última clase con su hijo y que me preparara la cuenta. Monsieur Pierre deslizó hacia mí un billete de cien euros mientras con una sonrisa maliciosa, añadía:

?¿Verdad que no se va a enterar nadie?

Los rechacé.

Aquél lunes, tras la clase, hablé con la madre de mi pupilo. Le conté que me había llegado una oferta de empleo en un colegio zaragozano y quería regresar a mi ciudad. Me pagó y prometió que me llevarían al tren el día de mi partida.

Así lo hicieron. Ya en la estación, la señora insistió en despedirme una vez que yo estuviera en el convoy.

Tras los besos al chico y a su madre y un rápido apretón de manos a él, subí al coche 23.

El tren se puso en marcha y yo saqué del bolsillo algo que agité al viento con el que me despedí de la familia. La sonrisa de él se tornó en una mueca.

Me hubiera encantado ver su cara cuando, al llegar a casa, abriera el pequeño cofre donde guardaba sus guantes de piel de cabritilla adquiridos en París descubriendo que uno de ellos había sido sustituido por una nota donde se podía leer:

 

?¿Verdad que no se va a enterar nadie?

 


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