Faltaba poco para el final, sentía algo así como un irse alejando poco a poco de todo.
Faltaba poco, sí; y se iba de esta para otra, quién sabe mejor o peor. Porque si bien era cierto que había hecho mucho mal también lo era el hecho de que los peores tormentos, no solo los físicos sino también los de orden moral, venían acuciándole, uno tras otro, sin tregua, desde que la vejez lo alcanzara. Por lo tanto, debía encontrar la paz para partir sin remordimientos ni culpas.
Pero esto solo es posible a través del perdón, dijo, más para sí que para los que asistían en triste vigilia alrededor suyo.
No tenía tiempo qué perder, ya no; cada segundo valía oro.
Le hizo señas a su secretario particular para que se acercara y le encomendó la tarea de hacerle llegar al único desafecto que había tenido, y aún tenía, en la vida su pedido de perdón a la mayor brevedad posible.
Sí, mi señor, contesto el secretario, y en el mismo instante salió del aposento, dispuesto a cumplir su difícil misión. Y cuando, una hora y algo después, regresó el desafecto, otro viejo bichoco, pero que podía caminar por su cuenta, vino con él.
El viejo se acercó al moribundo, que trataba de decirle algo a través de palabras apenas audibles y se inclinó sobre él a fin de poner un oído junto a sus labios, pero, para espanto de todos los presentes, un instante después, resbalando lentamente, cayó al piso con ambas manos agarradas alrededor del cabo de un puñal clavado en el abdomen.
Entonces el moribundo, con las últimas fuerzas que le restaban, se asomó al borde del lecho de muerte y, mirando fijo a los ojos del otro, le dijo, esta vez bien audible:
Ahora puedo partir en paz.
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