La muerte es el comienzo a la eternidad

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La diosa Gaya me había elegido por alguna razón que desconozco. Al final de la ascensión, aunque me encontraba envuelto por un aura crística que me arrebataba por momentos, mis ánimos y voluntad desfallecían. Sabía que conscientemente también flipaba, que la apropiación del personaje no estaba completa y que, a resultas, era todavía artificial. 

En medio de dudas, volví a la oficina el día siguiente, no muy seguro de lo que podría pasar. El pervertido del señor Pichai Cohen, ahora mi discípulo, gozaba tranquilamente de un deleitable y aromático cigarro de tabaco copaneco; colgaba los pies en el escritorio, pero al verme llegar los bajó de inmediato; no me habló, y me hizo una sola reverencia cuando pasé por su puerta de vidrio templado. 

Me senté en la silla de mi cubículo, frente a la pantalla del computador. Pronto me despertaron de aquel ensueño las últimas noticias sobre la peste virológica que abatía a Europa y Estados Unidos; los reportes sanitarios internacionales no cesaban de acumular número tras número de fallecidos. Al parecer, la peste era incontenible, y la noche de mi ascensión, se había cobrado al menos tres mil muertos. Era la gran tragedia humana contemporánea, sobre todo por la ingenuidad con la que caía demasiada gente. Muchos, incluso yo, habíamos tenido al menos una pérdida irreparable, principalmente debido a la desinformación, no sólo de aquella que provenía de los sujetos conspiranoicos de toda la vida, sino de la de aquellas mismas élites económicas; por eso el Kevin odiaba al <i>Pelos de Elote</i>, a quien culpaba de pleno por el antes, el durante y el después: 

<i>El semejante hijo de puta</i>, decía, <i>primero negaba la existencia del virus, después pasó a minimizarla, aun con cientos de miles de muertos que le caían encima de la cabeza, para acabar acusando a los expertos de incompetencia y a los organismos internacionales de la salud de ser "aliados de China". Te la vas a comer toda, bárbaro Pelos de Elote, hijo de puta.</i> 

Al señor Cohen aquello lo tenía sin cuidado. Su patrimonio se incrementaba. Por supuesto, el muy ávaro tenía que agradecerle por ello al embajador Akram, cuya alianza fraternal y diplomática, finalmente producía grandes frutos: como socios, se habían hecho de algunas imprentas en los otrora poderosos centros editoriales del centro de Lombardía y de algunos edificios comerciales en Madrid. Incluso, se compraron una fábrica agrícola que pertenecía a unos americanos que la explotaban en la bella provincia de Hubei, al sur de China, conocida por ser la tierra del arroz y el pescado. Andaba inaguantable con su estúpido “ni hao” que empleaba como su nueva muletilla lingüística.

Un hombre trigueño y barbudo cruzó el pasillo de la oficina. Abrió la puerta y se sentó de frente a su escritorio en el absoluto silencio. Al parecer era un creyente musulmán, ya que podía ver el kufi de su cabeza sobresalir al ras del durmiente de la ventana. Enseguida habló unas cuantas palabras con el señor Cohen y éste se levantó, dio dos pasos hacia las cortinas, me apuntó con su dedo siniestro y, haciendo una seña con la palma encombada, me llamó.

Abandoné el escritorio y recorrí el espacio comunal del departamento de redacción. Cuando llegué, espumajeó:

–Mi querido Señor Bergámo –se sentó con la seguridad de un hombre consumado–. Es necesario que escuche al enviado del embajador Akram.

–Oh –exclamé sin ningún asombro–. ¿Diga? –le pregunté al invitado dejando a un lado las formalidades.

Se levantó con bastante gravedad de la silla y se tocó la frente en un gesto de respeto.  

–Mi nombre es Abdel y vengo de parte del excelentísimo y prudente delegado diplomático Akram Buyja.

–¿Qué es lo que necesita de mí? –volví a preguntar un poco molesto, pues no acababa de digerir lo ocurrido la noche anterior; pero, en el fondo, sí estaba consciente de la situación.

–Por favor, acompáñeme –me pidió–. Mi amo necesita escuchar más de su evangelio.

Sentí que el aura benigna que me rodeaba por momentos había bajado del techo y me cobijaba. Salgamos, le dije. Pronto deambulamos por el ahora desértico centro de la ciudad, bastante burdo y lleno de horribles edificios; nos dirigíamos por la acostumbrada calle que nos conduciría a la casa ubicada en los ricos suburbios de la flamante y corrupta burguesía reinante.

El palacete qatarí nos esperaba jubiloso.

Ya adentro de las puertas, el embajador me recibió:

–Mi amado profeta –dijo–: por favor, a sus pies me pongo, puesto que mi espíritu está necesitado de su palabra y dedicación.

Le toqué las mejillas en un verdadero sentimiento de amor hacia su abnegada alma y lo besé con toda la pasión que nace del corazón de un comprensivo maestro.

–Pero, ¿cómo es posible? –exclamé aterrado–. ¡Su piel hierve! Su respiración falla.

–Una simple calentura, profeta; el clima es cálido en esta parte de la ciudad.

No era cierto.

Al instante se abrieron las puertas del fondo y apareció un harem de jóvenes hermosos que danzaban el “dabke” con delicada gracia, tomados de las manos, moviendo salvajemente sus apetecibles caderas y sus musculosos vientres. De entre ellos salió un joven moreno de pelo negrísimo, muy sonriente, que se acurrucó bajo las piernas del embajador.

–Él es Faisal –dijo sobándole la testa–. Lo tengo desde hace tres años, cuando apenas tenía quince. Lo traje de Afganistán y lo amo más que a mi esposa. Adoro vestirlo con ropa de mujer y que duerma a mi lado. Lo disfruto, y él es mi vida. Se puede decir que es un joven virgen.

Eché una mirada dulce a los ojos pícaros de Faisal.

–Amado embajador –dije luego–, ¿por qué me mandó a traer?

Pronto el delegado Akram se levantó la suriyah o túnica árabe y dejó al descubierto su gordo y potentado miembro. El bello y pasivo de Faisal lo tomó con donosura desde la base y empujó con su puño la piel hasta el fondo de la pelvis, lo que lo hizo sobresalir unos cuantos centímetros más; empezó a mamar como un tierno y grácil cordero. De vez en cuando le lanzaba unos cuantos gargajos a la punta del bálano, lo que me excitó sobremanera.

Quise igualmente tocar aquel portento, pero el embajador me detuvo:

–No soy digno –exclamó con inusitada humildad.

Aplaudió con fuerza y al instante aquel ejército de jóvenes guapos y deseables se me abalanzaron. Uno tras otros se disputaban el turno para hacer sus sentones. Luego me pusieron de pie; en tanto que algunos me mamaban imparables el pene bien erecto, por atrás otros me hacían víctima de las más atroces de las violaciones.

Pero algo iba mal.

El embajador Akram comenzó a toser en una terrible y asesina secuencia, una y otra vez, mientras Faisal seguía pegado a su verga. Pude ver que su rostro adquiría un color sonrosado y luego uno ennegrecido. Me aterré. La peste lo había atrapado.

–Mi querido profeta –dijo finalmente–. Usted es mi testigo. Quiero que sea Faisal su discípulo más intimo y amado. Es lo único que tengo.

–¿Qué sucede? –dije esta vez con gran temor temiendo lo inevitable–. ¿Por qué la petición?

El embajador Akram se volteó para verme con lágrimas en los ojos en el momento en que pegaba una densa y voluminosa acabada que le bañó el rostro al angelical Faisal; apenas alcanzó a lanzar esta solicitud, cuando su cuerpo cayó inerte sobre el sofá turco:

–Profeta, dígame unas palabras de aliento para el camino.

Jalé a Faisal a mi lado, lo hinqué en cuatro patas y le inserté sin piedad el largo de mi gruesa pija; masturbaba a dos manos sendas vergas apolíneas y otra me agujereaba el ano.

Entonces la Palabra llegó a mí y bendije al querido embajador Akram en su viaje; voluptuosas, las cuatro vergas eyacularon con la fuerza de las olas del Mar de Omán; en paz conmigo mismo, pronuncié el siguiente sermón de despedida:

–La paz te dejo, mi paz te doy; yo no te la doy como el mundo la da. Ve sin miedo, amigo mío. La muerte es el comienzo de la eternidad.


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