Perdóneme, Sr. Eminencia

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Se debía sobre todo al espíritu que emanaba de la expectación por el nacimiento del nuevo milenio. Su solo signo de cambio y revolución impregnaba de fuerzas cuasi misteriosas e irresolubles a todos los campos de la esfera cotidiana. Y el golpe mayor lo recibía la literatura o, mejor dicho, lo que nos dedicábamos a escudriñarla, aunque solo hubiera sido por curiosidad. 

Sin previo aviso, el hombre como especie dejó de ser un ente relevante y no conquistaba ya planetas, sino que más bien era conquistado por aliens, annunakis, monadas etéreas y hasta por el cuerpo crístico del mensajero resucitado -el que nos había engañado a todos-, ya que finalmente la verdad nos había sido revelada desde los inicios: no era humano sino un ser proveniente de la Pléyades; después de todo, decían, viéndolo bien, esto último era incluso de una singularidad más funcional y práctica, pues el nazareno dejaba de ser aquel viejo sordo y adquiría un nuevo cariz de meta-humano, es decir, era un dios-superhéroe, un ser extraterrestre con poderes que iban más allá de la conciencia, lo que lo hacía más accesible y al cual se podía contactar, en sueños y meditaciones, al gusto y al momento. 

Por supuesto que se había levantado un movimiento de reacción contra aquellas "sandeces" místicas. Y yo me sentía, en esos días, como un auto-invocado para luchar contra esas "fuerzas oscuras del Medioevo". Se imaginaran entonces a este joven inseguro, de corte caballeresco, delicadamente abrigado con una chamarra Gucci, cuya moda consistía en una tela donde se encontraban incrustadas miles de tiras blancas, hechas jirones; éstas, para mayor relevancia, levitaban ridícula pero elegantemente; de hecho, vi no hace mucho con gran asombro, en el programa del Graham Norton Show, a la muy corajuda de Dua Lipa vestir una parecida sin ningún pudor, con clase y ritmo, eso sí; lo sé, lo sé, mea culpa, mea culpa, tal esperpento no puede más que provocar un sentimiento cercano al snobismo.

Tomaría la pluma, tal cual Don Quijote, y escribiría para acabar con esos molinos de viento llenos de falsedad y locura. Lo hice. Mis cuentos eran –siendo sincero aún lo son– francamente ridículos, sensibleros y con poco fundamento (en cien años nadie se tomara siquiera el costo de abrir el procesador de palabras para leerlos); sin embargo, para mí, en mi anublada cabeza eran los mejores del mundo; el internet, aunque no era muy popular, por cierto, ya era accesible para muchos gracias a los cibercafés; los publicaba de manera anónima, como recién salidos del horno, con un eficiente copy-paste de Word a la página web, y por los números que acumulaba, más por mi controversial expresividad, me creía un genio (jodás, me vas a dar paja a mí, decí la verdad, aún te creés un genio).

Recuerdo que había llegado por casualidad a un post de Facebook –sí, recién se había creado– de uno de los escritores contemporáneos más renombrados de mi pueblo, y que en ese momento radicaba en París; sus libros habían sido publicado por todas las editoriales conocidas del planeta, tales como Seix Barrial, Mondadori, etc, y tenía reseñas literarias del New York Times, el Boston Globe, El País, el Bild , Le Monde, y muchos más. Yo me había convertido en uno de sus lectores y comentadores recurrentes, ya que sus posts, en su mayoría, eran sardónicos y hasta divertidos.

A mí, no obstante en honor a la verdad, de todos sus libros sólo uno me gustaba, “Los pendejos se hacen a sí mismos por convicción”. Era un escritor mordaz y picapleitos; en cambio, tenía un alma tan dulce y samaritana que cualquiera se animaba a verle la cara de tonto. Solo tenía un defecto: era endiabladamente pretencioso y narcisista, ah, y a pesar de ser un excelente prosista, era una nulidad como poeta. Yo no lo sabía.

Cierta vez, publicó un poema que él consideró una eminencia literaria. Para mí no tenía la calidad suficiente. Y lo peor es que se los etiquetó a todos sus editores internacionales que comenzaron a lanzarle grandes vítores. El poema decía así.

“A la flores

"Las flores del romero,
niña Isabel,
hoy son azules,
mañana miel.

"El jazmín es una flor,
no vividora
ya que no dura horas

¡Rayos de estrella!
El ámbar es ella
aprended, flores, de mí
entre ayer y hoy,
maravilla fui,
y sombra mía aún no soy".

Impertérrito y poseído por el "espíritu de los tiempos" que acabo de describir antes, en mi opinión y molesto por tan burdo “crimen poético”, le escribí en los comentarios:

“Apreciado amigo mío, siento decirle que, a pesar de que lleva la prosa en sus adentros, usted nunca llegará a ser un gran poeta. Su poema carece de lo que es principal en la poesía: LIRISMO; y en vez de ser un canto a las flores, se convierte en una adulación a su persona. Atentamente, un lector asiduo de su obra.”

La que se armó en la sección de los comentarios. Como pude, me di a la tarea de capear la guerra fratricida de proporciones épicas que se libró entre sus seguidores y los que defendían mi postura. Fue inútil. Me llenaron el buzón de notificaciones inservibles.

“Dios se apiade de tu alma, fariseo del diablo. Tienes el infierno ganado, ignorante”, me escribían.

“No juzgues para que no seas juzgado, basura de mierda.”

“Quien sos vos, hijo de puta, para decidir qué es bueno y qué es malo.”

Pero el mensaje más duro vino del propio creador. Me escribió:

“Se ve que sos una persona inteligente. Me gusta. Pero no, lastimosamente, no puedo tomar tus palabras en serio. NO SOS UN CRÍTICO LITERARIO importante, no tenés siquiera una carrera como ESCRITOR o EDITOR, nunca nadie ni ninguna editorial internacional te ha publicado trabajo alguno, ni siquiera un maldito cuento. En una palabra, SOS UN MALDITO DON NADIE.”

¿Qué si lloré? No; en cambio, decidí rehacer el poema en plan de venganza y distribuirlo en la internet atribuyéndolo a su nombre. Escribí:

“A las flores

"Las flores del romero,
niña Isabel,
hoy son flores azules,
mañana serán miel.

“Flor es el jazmín, si bella,
no de las más vividoras,
pues dura pocas horas
que rayos tiene de estrella;
si el ámbar florece, es ella
la flor que él retiene en sí.
Aprended, flores, en mí
lo que va de ayer a hoy,
que ayer maravilla fui,
y sombra mía aún no soy".

Pronto el poema fue tagueado y compartido miles de veces en Facebook; apareció posteado por todas partes, hasta en las postales del día de la Madre. El escritor quiso detener el bulo y la chanza pero se vio superado por la cantidad y calidad del poema. Yo me sentí realmente satisfecho.

Muchos años después, sazonado ya por la vida, mientras releía a los clásicos de mi patria, me topé con uno de sus libros. Abriendo extremadamente los ojos, me di cuenta que en realidad era un genio. Me avergoncé de mí mismo. Viaje a París enseguida, pregunté por su apartamento y pronto di con él. Vivía con modestia y dificultades económicas. Andaba en silla de ruedas, rodeado de su familia, su excepcional familia. Todavía tenía ese carácter alegre y despreocupado.  Bajé la mirada y lloré por mis errores. No hice mención de lo sucedido tiempo atrás.

Simplemente me arrodillé acongojado, le tendí la mano y dije:

“Perdóneme, Sr. Eminencia”.


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