Los gorriones siempre me han fascinado. Son como un pequeño reducto de libertad en medio de la urbe.
De niña le oí a mi abuelo decir que los gorriones eran las almas de personas muertas que habían sido buenas en vida. Ni me lo creí entonces ni ahora, pero me gusta pensar en ello.
Pongo migas de pan en la ventana y coloco recipientes con agua en los tórridos días de verano. Los domingos por la mañana voy al parque a darles alpiste y creo que muchos me saben identificar, porque comen de mi mano sin ningún temor.
Estudié para ser maquilladora. He trabajado en varios salones de belleza. Ahora lo hago con una clientela muy especial. Aunque mientras les maquillo permanecen muy quietos, a veces no es fácil mi labor. Debo disimular heridas espantosas y poner buen aspecto a quien ya le resulta imposible tenerlo.
Hoy mismo he tenido que embellecer la carita de una niña de unos siete años. Puedo asegurar que, pese a mis años de experiencia, no es agradable enfrentarse al rostro de un cadáver infantil.
Cuando he acabado la jornada, un gorrión se ha posado en mi hombro.
Por primera vez en el día he sonreído.
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