Kafka no quiere ayudarme

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La comida me sentó mal. Me quedé sin estómago cuando acepté comerme a Saturno. Pero lo hice. No dejé siquiera los huesos. Mirándome con ojos de ornitorrinco, Francisco sacaba fotos para el periódico local. Y la duquesa abierta de patas rascándose el coño arriba y abajo y meándose y pidiendo a gritos que alguien del local la follara. Y El negro de la orquesta con la batería, fumando, borracho, gritando “Cuba libre” y la madre que lo parió. El ambiente del garito que visito por las noches para sacudirme a Kafka de encima. Pero no. Imposible. Se aferró como una lapa a mi espalda y los brazos alrededor del cuello. Le suplico un poco de espacio pero no. Que no. Le invito a comer conmigo. Pero no. Que se folle a la duquesa, marquesa, princesa, reina, muerta, que se la folle y me deje un ratito libre, en paz. Pero no. Y ahora sí que sí que el estómago está hecho un comistrajo. Francisco cede y se folla el coño, pero no toca a la mujer. La respeta. ¿Eso es respetar a una mujer? Un coño corriéndose y una mujer que es empujada a la oscuridad. Terrible. El negro la mira con el grito sempiterno.

A ver. La calle es la misma de todas las noches. Está el puente. Este puente que cruzo por la mañana y de regreso a casa, cenado, borracho, reventado. La compañía de Francisco asegurando que nunca ha visto a nadie llamado Kafka colgado de mi espalda. A ver, digo, si esta es la calle de siempre, qué hace el negro de la banda con la banda por fuera del edificio donde está nuestro piso y tocando Embraceable You. ¡Jodido trío!

Y Kafka sigue sin hablarme.

Subimos cansados, sin hacer ruido. Todos en el ascensor. El trío detrás de nosotros. El tema musical ya acaba, con el piano haciendo una pequeña filigrana.

Sal de frutas sabor limón. Tres litros, o así. Francisco se sienta a mear. Y caga. Algo me dice del coño de Matilde. Pero Matilde dejó el coño en la silla y vio la follada sentada en otra silla, muy cerca del negro gritón que la amaba con el sudor del condenado  a muerte.

Llaman a la puerta.

No quiero jueces, no quiero políticos, no quiero ladrones, no quiero putas, no quiero curas, no quiero familiares. Pero Oscar Peterson y Hancock irrumpen como una gota fría. El edifico se viene abajo.

Y en la calle el coño y Matilde se pelean a muerte.

El coño en busca del Éufrates.

Matilde huyendo de Atacama.

“Franz, en serio. No puedo más. Ahógame. Vamos. ¿Me oyes? No seas hijoputa y pon fin a todo esto. No quiero seguir con Francisco toda mi vida. El arriba y yo en ningún sitio. De vez en cuando en ese puente que no tiene personalidad suficiente para dejar que un mierda se quite la vida lanzándose al barranco. Vamos, Franz, sé que no duermes. Soy inocente. Lo sabes. No sé leer. No sé escribir. No sé hacer el trabajo y me mantienen en la empresa gracias al tío ese que caga y mea y lee una revista de cine. ¡Y esto dolor en el estómago, Franz! Horrendo. Saturno se digiere con espanto y retorcidos demonios. ¿Qué son los hijos? No lo sabía. Pero tú, Franz, mi buen amigo, acaba ya conmigo. Reviéntame. Sácame los ojos, arráncame la lengua, lanza todo el napalm que llevas sobre mi cabeza. ¿Recuerdas a Melmoth? Llevo tiempo cayendo en el abismo. Un descenso que me cansa. Vamos, Franz. No me hagas elegir entre el coño y Atacama”.

 

 


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