Adela era una mujer pequeña y de aspecto frágil. La vida no fue muy indulgente con ella.
Nacida en un pueblo del Pirineo se trasladó a Zaragoza para estudiar Magisterio. Mientras cursaba la carrera conoció a Felipe, uno de sus compañeros. Ella acabó los estudios. Él no pudo finalizarlos, hizo falta que se pusiera a trabajar para llevar un sueldo a sus padres.
Durante unos años fueron novios hasta que la situación económica mejoró y se casaron. Vivian modestamente del salario de Felipe ya que Adela se dedicaba a «sus labores» y a cuidar de José, el hijo de ambos.
Un mal día, Felipe murió en un accidente de trabajo y su mujer se encontró viuda, con un hijo pequeño y con unos ingresos todavía más mermados.
La situación era grave y requería solución. Buscó trabajo como maestra en varios colegios de la ciudad, pero no tuvo éxito. Una mañana vio la solicitud de un puesto de limpiadora en un hospital y no se lo pensó dos veces. Fue así como Adela pasó a ser una «señora de la limpieza».
Al principio desarrollaba su tarea sin distraerse lo más mínimo hasta que lo conoció. Miguel estaba ingresado en el hospital donde luchaba contra un cáncer. Tenía siete años y la mirada más triste que Adela había contemplado jamás. La mujer fue a su taquilla y cogió un osito de peluche de José. El chaval sonrió.
Al día siguiente se interesó por Miguel quien, al verla, se alegró mucho. Esta vez le contó una historia que le gustaba mucho a su hijo. El chico parecía más animado. Al tercer día fue Miguel el que fue el que la buscó. Ella llevaba un libro de cuentos que le regaló con la promesa de que lo leerían juntos.
Miguel les habló de su nueva amiga a sus compañeros de hospital. Todos querían conocerla. A la semana de «tratamiento» el chico estaba mucho mejor y se rodeaba de cinco chavales más frente a Adela. Ella les contaba toda suerte de aventuras que siempre protagonizaba su hijo José.
Los críos disfrutaban de esos relatos y comentaban las hazañas.
Adela, poco a poco, iba descuidando su tarea en pos de entretener a los niños enfermos hasta que una mañana la llamó la supervisora. Fue despedida de su puesto de trabajo.
Apenas una semana después, el director del hospital en persona le rogó que volviera a laborar en el centro. Habían sido muchos padres los que protestaron por la ausencia de Adela viendo la notable mejoría anímica que sus hijos habían experimentado bajo la influencia de esa mujer.
Volvió, pero no como limpiadora, sino como «empleada para el tratamiento lúdico de los pacientes infantiles». El cargo sonaba rimbombante, pero el sueldo era mucho mayor y le encantaba su cometido.
Llenó habitaciones con globos, pistolas de ventosas, cuentos que ella misma ilustraba… y seguía narrándoles aquellos fantásticos relatos protagonizados por José que los niños tanto disfrutaban.
Durante algo más de cuatro décadas Adela fue paliando la enfermedad de muchos niños hasta que murió ya mayor. Llevó la alegría a chavales que pasaron parte de su infancia en un hospital.
Uno de ellos, ya adulto escribió, a modo de homenaje, un artículo en El Heraldo de Aragón. Por él muchos supieron de su impagable labor con los niños enfermos de cáncer.
Recogió alguna de esas historias de su sempiterno héroe, José.
Lo que muchos averiguamos por este artículo es que José había fallecido con apenas tres años víctima de un cáncer.
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