VIDA LÍQUIDA 1

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A una hora crepuscular de un día cualquiera a mediados de los años 60 al salir de la escuela que estaba ubicada en el barrio industrial de Barcelona llamado Pueblo Nuevo, que actualmente linda con la Villa Olímpica que era donde yo vivía, me dolía terriblemente la garganta a la vez que me sentía febril hasta el punto que mi entorno parecía que había adquirido una aura irreal.

De manera que cuando llegué a mi casa y se lo notifiqué a mis progenitores, éstos me tomaron la temperatura  con un termómetro y pudieron comprobar que efectivamente estaba enfermo, por lo que enseguida me instaron a que me metiese en la cama.

Seguramente a muchos jóvenes lectores les sorprenderá si les digo que en aquel lejano ayer cuando un sujeto caía enfermo por leve que fuese su indisposición éste la incubara en el lecho durante una semana y algo más.

- Habrá que llamar al doctor Fullat para que venga a visitar a Guillermo - le dijo mi padre a mi madre.

-Claro - convino ella-. Llámalo ahora que estará en la Consulta.

Como es de imaginar aquella noche tuve sueños confusos a causa de la fiebre y a la mañana siguiente entró mi madre en la habitación para saber cómo me encontraba y también para anunciarme que el médico vendría a verme antes del mediodía.

Mientras tanto Adela que era la criada de la casa, ya que en aquel entonces se estilaba que muchas familias de clase media por poco que pudiesen disponían de aquel servicio doméstico y eran unas chicas del medio rural que venían de  diferentes tierras de la Península Ibérica economicamente deprimidas, quienes por un módico sueldo, comida y cama se hospedaban en el mismo hogar en el que trabajaban, hasta que encontraban novio y se casaban; aunque algunas también se desviaban hacia el servicio público del sexo, ella se dedicó a instancias de mi madre a hacer "sábado" que consistía en limpiar a fondo el piso para que cuando llegase el médico viese un ambiente suficientemente saneado y aséptico en beneficio del paciente.

El doctor Fullat era un hombre cordial; aproximadamente de cincuenta y  tantos años de edad, el cual sin más dilación procedió a auscultarme con su estetoscopio. Seguidamente pasó a mirarme la gargante con la  ayuda de una cuchara y una pequeña linterna dando lugar a que llegara hasta mi olfafo la fuerte aroma del Agua de Colonia que emanaba de su cabeza, mientras que por la ventana de mi habitación se filtraba un rayo de sol dibujando un luminoso triángulo rectángulo en los pretendidos dibujos persas bordados en la colcha de mi cama.

Y en el transcurso de aquel reconocimiento percibí que mi familia en pleno - padres y abuelos maternos- se hallaban  expectantes a los pies de mi cama esperando el diagnóstico del doctor. Aquello era todo un ritual puesto que a pesar de todo el médico seguía conservando la aureola de mago de la tribu en aquel caso urbana; era el "sabio" que se suponía que conocía a la naturaleza humana; la vida ajena estaba en sus manos y por tanto merecía toda la consideración del mundo.

Por otro lado si tanto mis padres como mis abuelos estaban en mi habitación era porque de hecho en aquellos años los miembros de las familias todavía vivían muy dependientes los unos de los otros según el modelo tradicional.

-¡Nada, nada! Este chico tiene unas simples anginas que se solucionan con unas pocas inyecciones - dijo el facultativo sonriente.

Entonces todos los allí presentes respiraron de alivio.

- ¿Y qué tal está su esposa? Hace unos días que no la veo en el Mercado - le preguntó mi madre distendida al doctor Fullat.

- Oh, mi mujer está muy bien... Gracias.

- ¿Y su hijo? Sabemos que siempre ha sido un buen estudiante.

- Sí. Ya lo creo. Muy pronto será sacerdote y podrá oficiar Misa. Será un ministro del Altísimo - respondió el doctor Fullat muy orgulloso dado que era un hombre profundamente religioso.

- Usted, médico del cuerpo, y su hijo médico del alma. Una buena convinación - apostilló mi abuela que era una mujer in poco teatral.

El  doctor hizo una risita de compromiso.

Aquel cálido ambiente familiar confería tal seguridad en la sociedad que nadie sospechaba lo que sucedería unos años más tarde.

Cuando dejé de ser un niño elegí la carrera de ingeniero industrial y al terminar mis estudios y empezar a trabajar en una importante empresa de mi ramo, un domingo por la tarde asistí a una Fiesta que se celebraba en la Facultad de Filosofía y Letras, y fue justamente allí donde conocí a la mujer más hermosa que había visto jamás llamada María Teresa Rocafort. Era una dama de unos veintidos años; alta, morena y con unos ojos grandes de color gris, la cual tan pronto como le dirigí la palabra ella no vaciló en confraternizar conmigo con una inusitada simpatía, por lo que entre los dos se estableció un fuerte nexo de unión, de complicidad que dio lugar a que la Fiesta de la Facultad quedara relegada en un plano muy lejano de nuestra percepción personal.

Salí con ella varias veces y como era de esperar nos enamoramos apasionadamente y decidimos casarnos al cabo de unos meses. 

María Teresa era la hija de una familia muy conservadora de Pueblo Nuevo y había estudiado en un colegio de monjas donde la habían educado en unos principios morales para ser una buena esposa y madre de familia que al parecer ella había asumido sin ningún poblema y posteriormente había hecho la Carrera de Filosofia y Letras. Pues la aparente estabilidad social de la época seguía tan plana; sin fisura alguna como aquel día que caí enfermo de anginas y me visitó el doctor Fullat. Se diría que vivíamos en una burbuja que nos preservaba de cualquier influencia desestibilizadora del exterior.

La boda se celebró en la Catedral de Barcelona en un día soleado de primavera a la que asistieron un buen número de invitados. Luego el banquete se hizo en un restaurante que estaba cerca de la montaña el Tibidabo, y a la hora del brindis como es habitual alguien gritó el clásico tópico: "¡Que se besen los novios... que se besen...!" Y naturalmente nos besamos llenos de gozo.

Mi madre en un momento determinado me dijo:

- Este es el día más importante de tu vida. Has hecho suerte de encontrar a esta buena chica.

"Buena chica" quería decir ser la hija de una familia muy ortodoxa, de acuerdo con los principios morales de la época.


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