Sira

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Sira buscaba entre las basuras y las casas abandonadas con qué dilatar la miserable esperanza de vida. Para muchos bastaría con decir que era una madre en busca de alimento. Pero en realidad era una luz de esperanza en la sangrienta guerrilla, lejos  Bamako.

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No solo quiso alimentar a su hijo de ocho años, también quiso darle una infancia. Lo alejó de los reclutamientos y las armas en todo lo que pudo; le contó bellos cuentos para dormir, acompañados por los tiroteos y lejanas bombas. Obama tenía una  habitación repleta de remendados juguetes  y bonitos dibujos en las paredes, algunos intentando tapar  las grietas. No recordaba a su padre, pero si los juegos  y canciones de su mejor amiga… Mamá.

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En invierno acampaban en el comedor, quemaban maderas en el viejo bidón, y el humo que escapaba del oxidado tubo era la niebla del bosque. Incluso Sira pintó algunas estrellas en el techo. Juntos se abrazaban debajo de todas las mantas, pues había que resguardarse de la intemperie bajo el desnudo cielo.

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Obama sonreía feliz al ver los platos de comida, mamá los adornaba con piedrecitas y botones. Él sabía que solo se podía comer lo del centro, pero eran tan bonitos y el plato parecía lleno. ¡Con tantos colores y formas! A pesar de ser tan divertida, mamá era un poco despistada; muchos días se le olvidaba hacer alguna que otra comida.

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Día tras día Sira era el dique entre el horror de la guerra y la inocente infancia de un niño. No se quejaba nunca; se sentía recompensada con la sonrisa de su hijo, con aquella viva flor en el árido desierto.

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Como los tiros sonaban muy lejos lo dejó salir a jugar. Siempre cerca, y si ves a alguien corre a casa.

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El crio comenzó a investigar entre las ruinas. Era su juego favorito, porque entre ellas siempre encontraba cacharros interesantes. Pero aquella vez fue especial, frente a él descubrió lo mejor y más anhelado. ¡Un compañero de juegos! El otro niño, apenas un par de años mayor,  lo miro con atención y en silenció. Obama abrió su mano mostrándole tres canicas de vivos colores. El otro muchacho alzó el fusil apretando el gatillo, y atravesando el corazón de la poca inocencia que quedaba en Mali, el pequeño verdugo, víctima del retroceso del arma, cayó en una zanja golpeándose la cabeza. Obama exhaló sin tiempo para comprender, presa del odio heredado y el asombro.

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Sira escuchó el disparo, bajó secuestrada por el pánico, intentando respirar... Sin recordar a un dios al que rezar.  A pocos pasos del portal el miedo explicó su presencia.  La angustia le arrancó un gemido mientras palpaba el pequeño cuerpo sin vida… Un lamento desde la zanja la distrajo, y la locura aprovechó el breve instante para apiadarse de la madre. ¡Te dije que tuvieras cuidado! Lamentaba aliviada, viendo en el letal niño el rostro de su hijo.

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Ya pasó mucho tiempo. En pocas ocasiones  una chispa de cordura ilumina los ojos de Sira, es entonces cuando un nudo en la garganta no la deja respirar y la tristeza la domina. Pero los balbuceos del maltrecho niño la reclaman constantemente. Borrando el extraño recuerdo que la intenta atormentar. Sira vuelve a su rutina; limpiándole las babas, cantándole dulces canciones, abrazándole para darle calor y espantar al miedo. Obama no era el mismo desde que cayó en la zanja.

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Macabro trueque que acepto la arrepentida muerte, que va sumando aliados entre detestables humanos.

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  Jesús Cano


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