Digo que es posible explicarlo, estoy más que seguro.
Seré breve, aunque debo advertir que para mí aquéllo fue muy intenso. Como dije antes, creo, firmemente, que nadie, absolutamente nadie, puede subvertir las leyes físicas de la Naturaleza.
Ocurrió en el famosísimo Teatro Eslava. Supongo que ya habrán inferido las razones por las que me encontraba ahí. Soy un amante de la literatura y del cine erótico, y no precisamente tengo como baluarte de los mismos al Marqués de Sade o a Aristófanes, o a Sótades, cuyos versos satíricos y pornográficos le valieron la prisión, o a Paul Verhoeven que se hizo célebre con sus “Bajos Instintos”.
Supusieron bien: Guillaume Apollinaire. Todavía recuerdo la noche cálida en que lo leí por primera vez. No solo escribía como ningún otro, sino que en sus escritos cada una de sus palabras me resultaban reveladoras. De ellas salí convertido en un gran científico político. Mi devoción iba incluso más allá del culto: simplemente comencé a considerarlo como el Gran Maestro, el Clásico de Clásicos -a la altura de Tolstói, Verne y Assimov-, no solo de la literatura erótica sino que de la literatura en general. Era un genio, un ladrón del Louvre cómplice de Picasso, un soldado temerario y, sobre todo, junto a Dalí, el Gran Masturbador, pero también el Gran Dialéctico que denunció a muerte a las esferas corruptas que lo oprimían, a él y a millones de miserables seres, quienes desde la Corte hasta el café borgne, como diría Marx, propagaban e imponían como algo natural y legal su descarada prostitución, su fraude descarado y su afán de enriquecimiento, no por medio de la producción sino del escamoteo y despojo de la riqueza ajena ya creada. Murió olvidado, pero con honra, cosa que muchos no pueden presumir, de gripe española.
Me desvío del tema principal.
El conserje del teatro me había contado la historia del asesinato, en el plató del teatro, un 2 de marzo de 1923, del reputado hombre republicano de derechas y católico empedernido, también un genio de las letras agresivas y apasionadas, el bilbaíno Luis Antón Olmet. El asesino no había sido otro que su amigo y colega Alfonso Vidal y Planas, un hombre que simpatizaba con los ideales de la izquierda, igualmente una luminaria literaria. En fin, que era un duelo de colosos de la Edad de Plata española. Algunos barajaron la idea de que el crimen había sido el producto de la envidia. Otros teorizaban que el asunto tenía componentes ideológicos, no obstante, los más sensatos argüían que el asunto trazaba la geometría de un triángulo amoroso.
Esa noche iba intranquilo mientras caminaba hacia el teatro pensando en Tinto Brass y su obra atemporal, “Los burdeles de paprika”, en la que una hermosa campesina se veía obligada por el salvaje sistema capitalista, que le imponía a bala y toletes su brutal régimen de desigualdad social, a dejar su terruño y emigrar a la ciudad, donde, por lo lógico de su formación, tendrá que prostituirse en los burdeles y al mismo tiempo autoconvencerse -como todo aspirante a burgués- de que ganará dinero fácil y en poco tiempo acumulará tanto dinero que se hará rica y con ello podrá instalar un negocio honesto junto a su novio. Un sueño fantaseado por millones.
Como iba. Llegué al teatro, y como siempre, me escondí en mi esquina favorita. En realidad, éramos pocos los presentes y quizá su número no pasaba de 20. Empecé a concentrarme en el tema de la película. Pero algo andaba mal. Me sentía ansioso.
De pronto escuché un ruido en la butaca contigua. Cuando giré mi vista, no había nada; después otro ruido; luego unas sonrisas, unas carcajadas, una multitud que hablaba, y justo en el momento en que en la película un hombre increpaba a Paprika, protagonizada por Debora Caprioglio, diciéndole, “Muéstrame tus manos; las manos son el espejo de la vagina”, desenterrando con ello, si se tiene un fino oído, el gran misterio del amor verdadero, fue que lo vi, ¡y no sólo fui yo!
—¡Joder! -gritó un vecino butacas abajo—. ¿Pero qué es esta mierda? ¡Una especie de realidad virtual superenvolvente?
Ante nuestros ojos, la decoración misma del teatro cambió totalmente y aquel ambiente decadente de fin de siglo se transformó en un esplendoroso decorado de los años veinte de los mil novecientos.
La pantalla se transformó en un telón, y luego pudimos ver cómo unas treinta personas ensayaban una obra de teatro, “Capitán sin alma”. Una joven muy linda, actriz, de pronto lanzó un grito de enfado. “¡Ea! Cuidado, mequetrefe!”. Un hombre bastante guapo la había apartado bruscamente mientras sacaba una pistola, y se la ponía en el pecho a otro caballero también bastante apuesto que usaba un sombrero Homborg y zapatillas al estilo Oxford. Era Vidal y Planas que afrentaba a Antón del Olmet:
—Lo que me hiciste anoche no estoy dispuesto a tolerártelo otra vez...
La joven actriz, al descubrir finalmente lo que estaba pasando en el escenario, pegó un grito de horror. Los actores masculinos, en estado de shock, parecían incapaces de mover un dedo.
—Si insistes, te tendré que matar en donde te encuentre, aunque sea delante de tu mujer.
Antón no se dejó arredrar y le espetó con la seriedad de la época:
—¡Canalla!
Los que estábamos en el palco gritamos horrorizados y nos levantamos de los asientos para escapar, pero la mirada fija, teatral y acusadora de Vidal y Planas hacia nosotros el público nos detuvo de ramplón. Nos quedamos todos congelados, esperando a sufrir una de sus ráfagas de furia. Vidal y Planas estaba atacado por una gran excitación nerviosa, y Antón, caído sobre un diván. Sin duda que lo más aterrador fue el momento en que Antón, quien apenas podía articular palabra, torpemente exclamó:
—¡Matadme! ¡Matadme! ¡Me abraso! ¡No puedo resistir este fuego! ¡Me ahogo! ¡Me falta aire!
Nos juntamos todos en medio del pasillo, tiritando del miedo y muy apesarados por la muerte de Omlet, que agonizaba injustamente. Y fue entonces cuando empezamos a gritar en coro:
—¡Auxilio, auxilio! ¡Por favor, abran las puertas del teatro!
Un rayo de luz disipó aquella escenografía fantasmal y el conserje entró al salón echándose unas grandes carcajadas. Una mancha húmeda bajaba de mi pantalón.
Temblorosos, los pornógrafos nos abrazábamos y llorábamos por lo ocurrido. Para muchos, aquella ira y celo plasmados en los protagonistas del escenario, nos revelaban un hecho que llevaba implícito un gran paralelismo analógico, una transferencia psicológica de sufrimientos que doblegaba su espíritu martirizado por las exigencias de la sociedad de entonces y que recaía en las almas de los actores y actrices modernos, impulsada de alguna manera por la necesidad de complacer hedónicamente nuestros más oscuros deseos. Era diabólico y asqueroso. Al menos así lo sentimos. Muchos renunciaron a aquella necesidad fílmica de hedonismo puro.
Y respecto a la ciencia y sus leyes naturales, sólo puedo decir que la Tierra es como un enorme disco electromagnético que lo graba todo y lo puede reproducir en cualquier momento. No me pregunten más.
No volví al Teatro Eslava la noche siguiente y, para ser sinceros, nunca más.
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