Tan acostumbrada estaba a las caricias y a los besos de su marido que al despertar una mañana descubrió que una parte de ella se sentía apagada, muerta, envuelta en una rutina para la que no habría escapatoria.
Hacía tiempo que en su cabeza rondaban unas cuantas preguntas a las que sentía miedo responder con claridad; ¡si en realidad sería buena esposa, buena amante, buena hija o buena madre!
Un día caminaba por la calle hacia su trabajo; sin más se desvaneció, cuando abrió los ojos ya habían pasado dos semanas desde su caída, la habitación del hospital era muy pobre en colores y demasiado fría, su marido llevaba horas a los pies de su cama con los ojos llorosos y un cansancio interminable, el tiempo fue pasando, un doctor la mantenía informada de todo, una mañana que se lo encontró a solas le hizo jurar que no contaría a nadie lo de su enfermedad, él como buen médico lo cumplió, también se negó a recibir tratamiento alguno a pesar de su gravedad.
El día de su alta el marido trabajaba; no quiso molestarle y se fue sola, a las puertas del hospital respiró el aire fuertemente hasta llenar los pulmones como si fuera su última vez, su cabeza se llenó entonces de recuerdos olvidados, aquel monte que se veía en los fríos inviernos tan lleno de nieve, el grupo de muchachos que cantaban cerca del muelle; bañarse desnuda en la playa y de Juan, nunca se había dado cuenta de lo mucho que anhelaba sus caricias, sus besos.
Juan era un joven profesor diez años mayor que ella se habían conocido cuando todavía era una niña de diecinueve años, se enamoró de él como loca y el de ella pero demasiadas cosas le separaban y su amor quedó sumergido en sus corazones para siempre, ella jamás contó su historia y se negó el amor que sentía hasta este momento; le queda poco tiempo y su ilusión es encontrarle a pesar de aquello que pierda en el camino.
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