Los tres niños de Santa Clarita
Las mañanas eran sumamente frías en las colinas de Afganistán.
Al sargento de infantería de las Fuerzas Especiales del Ejército de los Estados Unidos, Robert Sánchez-Welles, le agradaban porque le recordaban las heladas mañanas de Texas cuando conducía el carro de segunda que su papá le había regalado para ir a la escuela.
Sin entenderlo a conciencia, apreciaba la perfección artística que la Naturaleza por sí sola le ofrendaba, un esplendente sol que dibujaba unas suaves formas geométricas que cuadriculaban el estrecho Valle del Salang, asentado a los pies de las colinas que, a pesar de haber sido transformadas en trincheras por los talibanes y su propio ejército, no perdían ni un ápice de su hermosura. Bajo aquella visión exótica, en su mente una sola frase cabalgaba:
“La venganza por la tragedia del 9/11.
“Esos malditos cerdos enturbantados tendrán que pagar. Ojo por ojo, diente por diente. Está escrito en la Biblia”
De pronto, el aspaviento de la explosión de un poderoso proyectil en una colina cercana lo hizo volver a la realidad. Era el talibán que arremetía con fuerza contra los invasores venidos del otro lado del océano.
“¡Mierda!”, dijo tirándose al suelo. “¡Perros infieles!”, les gritó Robert, levantando el arma, dejándoles caer sendas ráfagas de su fusil; sin que él lo advirtiera, había adoptado el tono de voz de sus odiados enemigos. “Jesucristo es el salvador del Mundo, aunque les duela, hijos de la gran puta! ¡Ganaremos!”, acabó espetando, esta vez con incontenible furia.
"¡Sargento, sargento”, escuchó una voz al otro lado de la colina.
“¡Smith ha caído, repito, Smith ha caído. Un cohete le arrancó la cabeza!”
Robert, ramplando, corrió por la cima de la colina, saltó una quebrada, y pronto llegó hacia la voz que lo llamaba.
“¿Situación, Dark?”, preguntó.
“Smith, muerto”, le contestó el soldado.
“Llévame”, le dijo, alzándose de vez en cuando para repeler el ataque.
Efectivamente, a Smith le había estallado el misil en la cara.
“Esto es lo que haremos”, dijo Robert. “Bajaremos por aquella colina, rodearemos el norte del Valle del Salang, alcanzaremos su base de operaciones y la destruiremos”.
“¿Pero cómo?”, preguntó un confundido Dark. “Llevamos días atrapados en estos oteros, incapaces de avanzar un tan solo milímetro”.
“Ya lo verás”, dijo Robert.
Pronto mandó llamar a su tropa, un cuerpo mixto de estadounidenses, canadienses, británicos y algunos soldados afganos del ejército de la Alianza del Norte provenientes de las tribus tayikas, uzbecas y turcomanas que buscaban la caída del emirato islamista.
Enseguida solicitó la radio e hizo llamada al Mando de Operaciones Especiales y les explicó lo terrible de su posición, el cada vez mayor atrevimiento del enemigo, pero sobretodo hizo hincapié en una idea suya que venía cavilando desde hace mucho tiempo y que sin dudarlo cambiaría el rumbo de la misión.
“Papá Noel, se acerca la navidad”, dijo en tono de clave. “Los renos, repito, los renos se han saltado la barda con Rudolph a la cabeza. Estos son los regalos para los niños”.
Le echó una mirada a su ayudante Dark. Continuó con la radio:
“Para fortuna nuestra, comandante, no sólo entiendo cómo contenerlos, sino también cómo meterlos al redil de nuevo”.
Un silencio sospechoso se apoderó de la línea.
“Prepárese para las doce en punto...”, le dijeron sin remilgos por la radio. “Santa llegará con los caramelos”.
“Entendido”, dijo Roberto y apagó el aparato.
Casi aliviado, y armándose de coraje, dio la orden de retirada a la tropa haciendo círculos con la mano:
“¡Verdes, vamos, adelante! ¡Síganme! ¡Corran, corran!”
Robert y su tropa caminaron quizá una hora bajo el imponente sol tayiko, bajaron a los pies de las colinas, al tiempo que en los cielos se aparecía una flotilla de aviones que comenzó a bombardear las posiciones islamistas, quienes no cesaron en la lucha y respondieron con una lanzadera macedonia de cohetes anti-aéreos.
Alcanzaron el paso del norte, con un horroroso ruido de fondo y bastante soliviantado debido al polvo que el viento del sur recogía de los bombardeos.
Cruzaron hacia el lado enemigo.
A todas luces, aquella acción era una locura, pero Robert, aunque heroico, no se sentía con ganas de morir ese día.
“Tengo miedo”, dijo Dark, temblando, cegado por el intenso polvo y ensordecido por el ruido aturdidor.
Robert hizo como que no lo había escuchado ni tampoco dejó que sus palabras golpearan los nervios de la tropa; era una señal de debilidad que no le permitiría a ninguno salir con vida; era necesario, por tanto, aguantar, guardar silencio y avanzar.
Con sus hombres, cargados de equipo, siguió corriendo de largo, ya de espaldas al enemigo, y se internó, como a tres kilómetros de las colinas, en una pequeña planicie en busca de la que se suponía era la base de operaciones del talibán: la ínfima aldea de Isarak, a pocos kilómetros de la ciudad de Mazar-i-Sharif.
En su cabeza rondaba fijo el ensimismamiento de que esa aldea desprotegida era el “nudo gordiano” que impedía la conquista de Afganistán. En realidad, la noticia de la existencia de aquella aldea la había traído consigo un soldado hazara que se había unido a la Alianza del Norte después de que los talibanes asesinaran a su familia y la enterraran en una fosa común junto a dos mil cuerpos más. Aquel soldado, herido, dijo que pudo escapar por los pelos de una emboscada acometida contra su regimiento -el que fue destrozado-, mientras intentaba atacar por la retaguardia a los hombres de la otra colina, los talibanes del temible comandante pastún Ghilzai, y dijo haber visto, por las vestiduras, que la gente de la aldea eran todos pastúnes terroristas “provenientes de Pakistán” que suplían de víveres y techo a los milicianos de Ghilzai.
Era una historia dramática, triste y dolorosa, como todas las que surgen en la guerra y en los medios de comunicación occidentales, digna de una primera plana que bien pudiera lograr la aceptación y consecuente convencimiento de todo un pueblo, y por qué no, de todo un gran ejercito lleno de patriotismo. En realidad nadie osaba a cuestionarla, ni nadie se había dado a la tarea de corroborarla: nunca se supo incluso si la existencia de aquel soldado y aquella emboscada habían sido reales. Lo único que se sabía era que la historia se había difundido por toda la red de comunicaciones aliada como si fuera una leyenda urbana, y no había tardado mucho para que cayera en los ingenuos oídos del sargento Sanchez-Welles y su tropa.
El plan, entonces, era simple: destruir a la “aldea repleta de terroristas”, hecho justificado por llegar a ser su “base de operaciones”, y cortar con ello las líneas del abastecimiento de los yihadistas que los acorralaban, haciéndoles retroceder en el acto, angustiados por el hambre y la sed. Luego el ejército “aliado”, marcharía directo a la captura de la ciudad de Mazar-i-Sarif, y pondría en jaque el corredor logístico y aéreo del emir mulá Omar, jefe del Comando Supremo del Emirato Islámico de Afganistán, obligándolo a que entregara la cabeza del terrorista Osama bin Laden, en primer lugar, y el gobierno, en segunda instancia. ¡Bum! ¡Era sencillo!
Un plan que no podía fallar. ¡Cómo podría, por las llagas de Cristo!
Matar a aldeanos indefensos nunca le había fallado a ningún gran general de la guerra en la sangrienta historia de la Humanidad; no le falló al “general” Gruñón cuando en Nataruk, Kenia, cerca del lago Turkana, hace diez mil años, masacró a 27 personas sin remordimiento alguno para su beneficio político, tampoco le había fallado al rey Eannatum de Lagash, en Sumeria, hace cinco mil años, cuando arrasó con la ciudad de Umma en medio de miles de gritos inocentes, no digamos el éxito rotundo que consiguió George W. Bush, hace 30 años, con su guerra de drones no tripulados en la conquista de Mesopotamia, el moderno país de Irak.
Su lógica era tan exacta como perfecta es la exactitud de las matemáticas. También, con tan fino razonamiento, henchido de ingenuidad, juventud y honor, se vio a sí mismo pasear por las calles de Springfield, Ohio, en una limusina Lincoln descapotable, con cientos de gentes recibiéndolo y agitando miles de banderitas estadounidenses y otras arrodilladas, clamando al cielo, gritando y llorando por la bendición emanada del sagrado nombre de Jesús, para luego verse rodeado por las personas que lo amaban, vecinos y amigos que ahora lo respetaban y le ofrendaban flores, agradecidos por el gran servicio que le había hecho a su gran nación, al país de la libertad, la tolerancia, la igualdad, la justicia y el amor a Dios. Veía, feliz y humilde, cómo todos le agradecían por hacer de Estados Unidos un país grande de nuevo, y al alcalde sosteniéndole la mano, lanzándose el mejor discurso que pudo haber escuchado en su vida:
“Gracias a la bravura y la valentía de hombres como Sánchez-Welles es que los estadounidenses podemos vivir y dormir tranquilos; gracias a sus acciones monumentales, nuestro glorioso Gobierno es capaz de protegernos, protegerlo a usted y a los suyos, a los que de verdad respetan la ley, de los ataques de infames terroristas. Hay que aniquilarlos a esos miembros de la religión del mal, a ellos y a sus colaboradores, sin piedad alguna, para que cesen de existir como amenazas para nuestras vidas.
“Osama bin Laden y el emir mulá Ómar son hombres tontos, débiles y además estúpidos. Son los destructores del alma de EE.UU. y de los puestos de trabajo americanos y si le dejamos destruirán la grandeza de América. Desde ahora nuestro credo será el de seguridad en casa, lo que significa vecindarios seguros, fronteras seguras y protección del terrorismo. No puede haber prosperidad sin ley ni orden."
El lejano silbido de las bombas de racimo que caían contra las posiciones del comandante Ghilzai lo despertaron del ensueño. Si no actuaba con premura, tendría a los talibanes en el trasero en apenas veinte minutos y su plan habría funcionado a medias, con el sacrificio entero de la tropa.
La aldea se ubicaba a la vuelta del cerro. Estaba compuesta en su mayoría por casuchas fabricadas con una especie de bahareque y otras pocas cubiertas con tierra y cal. No parecían casas recién hechas ni los caminos recién abiertos. En verdad, no parecían una real amenaza para nadie. Pero al sargento Robert no le interesaba sino una sola cosa: puso su mirada límpida y cristalina de ojos azules, bastante franca y penetrante, además, como de águila calva, sobre el polvoriento y callado caserío; daba la impresión de que su vista se perdía en el horizonte, pensativa, con las pupilas ensanchadas, negras, como atrapadas por el terror y la oscuridad.
Cogió la radio y volvió a repetir:
“Papá Noel, se acerca la navidad. Estos son los regalos para los niños”.
“Copiado”, le contestaron lacónicamente, cortada la voz por la intermitencia.
Apagó la radio y se pasó la mano por la nariz; inhaló un poco de aire. Alineó a la tropa. Algo raro estaba pasando. Cerraba y abría los ojos una y otra vez, mientras carraspeaba sin motivo. Luego dijo bien serio sin ver a los ojos de ninguno:
“En cinco minutos, tres cazabombarderos Hornet arrojarán cientos de bombas de racimo y acabarán con esta miserable aldea del mal”.
“Bien por nosotros”, dijo Dark. “Ya hemos cumplido con descubrir el lugar y notificar sus coordenadas. Hemos terminado nuestro trabajo aquí. ¡Larguémonos!”, suspiró aliviado.
“¿Y si fallan?”, dijo Robert, frío.
“No fallarán”, le contestó Dark. “Somos estadounidenses y nunca fallaremos”.
“En menos de diez minutos, tendremos a nuestras espaldas al comandante Ghilzai acabando con nuestras vidas.”
“No lo creo posible”, dijo Dark. “Creo que estará tan diezmado que ni siquiera podrá pararse sobre sí mismo”.
“Puede ser”, le respondió Robert, entornando los ojos, que ya le brillaban como el fuego, con tono molesto. “Pero ellos”, dijo, apuntando a la aldea con un dedo bastante siniestro, “ellos pueden servirle como refuerzos, y atacarnos...”.
Los soldados comenzaron a verse entre sí, el uno al otro, desconcertados. A los de la Alianza del Norte les daba igual: tenían una venganza por cobrar.
“No, señor”, dijo Dark, retrocediendo, temblando. “No lo haré. No me han hecho nada malo”, y, sin que nadie lo esperara, echó a correr.
“¡Mataron a tu pueblo, maldito cobarde!”, le gritó en silencio Robert; luego preguntó con hastío, apuntándoles con el arma: “¿Alguien más?”
Un pequeño remolino se levantó frente a sus ojos, cerca del descollado que hacía de plaza de la aldea.
“Recuerden el 9/11”, comenzó su monologó Robert. “Recuerden a los más de tres mil muertos, inocentes, y al desgarrador dolor de sus familias. Esa gente que se esconde atrás de esas paredes son los portadores del mal, los responsables de que miles de nuestros compatriotas hoy estén muertos; son esos hombres los que maltratan hasta la muerte a sus mujeres, les cortan el clítoris a sus hijas y cargan con bombas mortíferas a sus hijos, alaban a un falso profeta, escupen sobre la Biblia y odian a nuestros hermanos, así como odian a los hijos del verdadero Dios Jesucristo”.
Los soldados europeos arrugaron el rostro. No les convencía lo que Robert les decía, pero el arma les apuntaba de frente, sin que ellos tuvieran oportunidad de devolver el tiro. Aquello los enfurecía.
“Robert”, dijo uno de ellos con sorna. “Los que atacaron el World Trade Center fueron árabes sauditas; Osama bin Laden también es saudita. Esta pobre gente no nos deben nada”.
“¡Son terroristas, por Dios santo!”, gritó furioso Robert. “Ahora”, dijo moviendo el arma, “les advierto que nada de lo que ustedes me digan me hará cambiar de parecer. Para mí son terroristas, y eso es lo que cuenta, ¡punto!”.
Les ordenó que se pusieran de frente y avanzaran hacia la plaza apuntando hacia las casas.
“Robert”, le dijo un soldado canadiense, “no creo que esto sea correcto”.
“No me importa que sea correcto o no”, le contestó Robert. “Solo me importa que Estados Unidos sea seguro. Si para ello tengo que mancharme las manos de sangre, lo haré sin pensarlo dos veces y sin temor.
“¿Por qué entonces se alistaron en el ejército sino es para defender a su Patria?”, agregó con una dialéctica imbatible.
“Vuelvo a recordarles que los Hornets vienen en camino y pronto este lugar dejará de existir. ¿Qué tienen que perder para asegurarse de que el objetivo sea alcanzado? Nada, ciertamente”.
“No somos unos asesinos”, le contestaron. “Por cierto”, dijo uno de ellos, “me enlisté porque soy un grandísimo idiota”.
Pero el vigor y la voluntad emanadas del porte duro de Robert acabó por hacerlos obedecer sus órdenes, aunque bajo amenaza y porque el ataque aéreo era inminente.
“Disparen a quemarropa, ¡qué caiga cada uno de esos malditos! ¡Qué no quede ni uno solo vivo!”
Robert fue el primero en desatar a los dioses de la muerte mientras cantaba el himno nacional y sostenía con una mano, orgullosamente, la bandera de Estados Unidos. La carnicería, brutal, en tanto los soldados de la tropa, atrapados por aquel ritual patriótico de fraternidad, envalentonados por la fragilidad de las casas ante las solventes ráfagas de Robert, se unieron en un sólo coro, emborrachados de sudor y sangre de la pobre gente, culpable o inocente.
A punta de balas las derribaban mientras de ellas salían gritos aterradores de mujeres y niños. Algunos pequeñines fueron alcanzados cuando escapaban saltando por las ventanas; unos pocos niños que jugaban al fútbol en un campo retirado quedaron a salvo porque corrieron a esconderse atrás de unas rocas al pie de una loma.
Alcanzaron a ver cómo desmembraban a tiros a una pobre mujer con su niño en brazos cuando cayeron las bombas en racimo de tres aviones Hornet. De pronto, el suelo empezó a moverse, agarrando fuego y vomitando a sus hombres por los aires. Un fuerte sonido lo aventó hacia algunos arbustos, con tan mala suerte que su espalda golpeó contra unas rocas, dejándolo inmóvil.
A la media hora de aquel estruendo, pudo escuchar la llegada de varios automóviles artillados al lugar y a cientos de hombres vestidos de negro. Vio, desde su escondida posición atrás de los arbustos, cómo un hombre barbudo y de cuerpo fornido se bajó de un carro y se hincó en medio de los hoyos de tierra. Agarró un puño de aquella arena para él ahora bendita y lloró amargamente.
“Juro por Alá que sus hijos heredarán esta tierra”.
Al decir esto, se subió al auto y arrancó en dirección al Sur.
Una tarea de búsqueda encontró a Robert al tercer día, en una misión de reconocimiento. Jamás pudieron encontrar los cuerpos de los demás oficiales de la tropa. Pero Dark había quedado vivo y lo acusó de crímenes de guerra.
Robert fue hospitalizado y se recuperó con la rapidez de la juventud, aunque quedó cojeando feamente de una pierna y un ojo le había quedado gacho. “Por humanidad”, la denuncia que interpuso Dark en su contra no prosperó y, en cambio, aquel soldado "cobarde" fue dado de baja deshonrosa, por soplón.
A Robert le hicieron el papeleo con mucha diligencia y se mantuvo en secreto el resultado de su misión; lo enviaron de vuelta a casa, en el mayor de los silencios posibles.
"Un héroe patriota que vuelve a casa".
Cuando llegó, contrario a lo que había soñado, nadie se aprestó a recibirlo, solo su madre, que se deshacía en lágrimas al descubrir que su hijo era un inválido. Pero su ardor patriótico aún estaba vivo, y con la barbilla alzada, acometió la tarea de conseguir un trabajo decente; le fue imposible dado el fatal desenlace de sus heridas, internas, sobre todo, que mostraban a sus reclutadores que su estado mental era deplorable: sin la menor de las lástimas, fue rechazado de cada una de las entrevistas.
Se dio cuenta de que el honor militar y los ardorosos cantos civiles de heroísmo valían tanto como una párrafa de palabras vacías.
Para más desgracia, cuando fue rescatado de aquella aldea afgana, los jóvenes soldados de enfermería le habían tratado el dolor con morfina, lo que ahora se traducía en su profunda adicción a la heroína. Su vida era miserable, y hubiera acabado en suicidio de no haber sido por el click del raton de su computadora: mientras leía curiosidades en un foro conocido de la Web, había encontrado un sitio oscuro que, luego de reseñar en un post todas las desgracias sufridas a su regreso de Afganistán, lo acogía como a un héroe; era el sitio oficial del grupo de supremacía blanca, los “Proud Boys”, la milicia cristiana de ultraderecha que finalmente le devolvía el brillo de antaño.
Se sentía orgulloso de su nueva conversión. Un universo nuevo de justicia y redención afloró del oscuro dolor de su baja estima. Por fin, una luz proveniente de un fuego puro, de un ardor antiguo, le abría camino en aquel mundo de sumisos y controlados, elevándolo a lo más alto de la gloria marcial. El lobo había encontrado su manada, la verdadera senda del patriota y del guerrero. Supo que para sobreponerse al caos y la maldad de este mundo había que luchar sin remilgos.
“El débil está condenado a perecer. Sólo los fuertes sobreviven. Todos están del lado del fuerte”.
Había que beber de la fuente de su raza primigenia aria para volverse fuerte, eliminar a lo impuro, lo débil, lo putrefacto, y hacerse valer. En este camino no existían los senderos cortos ni los atajos fáciles.
Cristo mismo había bajado del cielo con los clavos ensartados y las manos sangrientas y le había abierto los ojos, transformándolo en la oscuridad de su cuarto derruido en un soldado fiero, en un cruzado. Su lucha estaba decidida.
Y las bendiciones producto de su avivamiento espiritual no cesaban de cobijarlo: se había transfigurado en un apóstol de su raza.
“En primer lugar, la familia”, sermoneaba a sus acólitos de la milicia, donde se había erigido en líder, “la raza y el pueblo como los más altos valores estadounidenses. Hay que rechazar todo lo que huela a materialismo, a cosmopolitismo y a intelectualismo burgués. Debemos fomentar las virtudes innatas de nuestros pueblos arios, esto es, lealtad, lucha, abnegación y disciplina. La nación aria por encima de sus miembros individuales”.
A pesar de sus crímenes en Isarak, gracias a su apostolado y activismo político, el mismísimo presidente de la república, su “mesías encarnado” lo condecoraba con la “Estrella de Plata” por sus “largos años de dolor, sacrificio y amor a Cristo y a Estados Unidos”. Enseguida el Pentágono lo condecoró con una veintena de medallas más.
Pero la nación elegida de Dios estaba siendo engañada por las mismas élites judías que habían crucificado al buen Señor Jesús en Palestina. Eso era intolerable, herético.
El día de la venganza y la furia de Dios caerían pronto sobre los impuros, los mestizos y los ilegales, que ahora se alzaban inundando las calles, saqueando comercios y quemando edificios en oposición al “elegido de Dios”, el presidente Trump. Él esperaría la señal de Dios para rescatar a la nación; en tanto, con la venía del buen Señor, él y los suyos acumularían arma tras arma, entrenarían día y noche, armarían planes tácticos de salvación, para cuando el glorioso y predestinado evento sucediera.
Y el augurio divino llegó. La señal para la batalla era la Q.
La antigua letra Q, aquel antiquísimo signo oriental que representaba a una serpiente de gran porte.
Y Q ha dicho que el enemigo a vencer es el archirrival de todos los tiempos, la Liga Secreta de los Protocolos de los Sabios de Sión.
Q y los elegidos la vencerían.
Hashtag #WWG1WGA – Este es el nuevo evangelio del patriota americano:
“Hermanos Qanons: Existe una camarilla mundial de pedófilos adoradores de Satanás que gobierna el Mundo, los Sabios de Sión, y controla todo. Ellos controlan a los políticos y controlan los medios de comunicación. Controlan Hollywood y, en esencia, ocultan su existencia. Pero Cristo en su misericordia ha elegido a Donald Trump para detenerlos y derrotarlos. Donald Trump sabe todo sobre las malas acciones de esta camarilla malvada. Él fue elegido para acabar con ellos. Y ahora ignoraríamos esta batalla entre bastidores de Donald Trump y el ejército de Estados Unidos, que lo respalda a él, contra esta camarilla malvada, si no fuera por "Q", el mensajero divino, quien revela detalles sobre esta batalla secreta detrás de escena, y también secretos sobre lo que está haciendo la camarilla y también el tipo masivo de próximos eventos de arresto a través de sus revelaciones. Hermanos, pronto se viene la Tormenta y el Gran Despertar”.
Los mensajes de Q, las gotas del saber, eran más bien como brasas sueltas de la corriente de lava de un volcán furioso. Su fuego era abrasador.
#SaveTheChildren – 14 de noviembre de 2019:
“Libertad para los niños arios. Abuso sexual infantil y trata de personas. Los judíos y negros asesinan a niños cristianos con fines rituales."
Era la señal esperada. El inicio de la Tormenta. La corazonada. Robert sintió una opresión en el pecho. Era su deber como cristiano, patriota y nacionalista blanco.
Ese día cumplía sus 20 años como veterano de guerra. Se echó sus armas automáticas al hombro y salió por la puerta, luego de una larga oración a Cristo que había comenzado desde las cuatro de la mañana. La aldea de Isarak volvía a su mente. “¡Malditos impuros!”
Iba enfurecido por las recientes revueltas que los afroamericanos y mestizos latinoamericanos se habían atrevido a emprender, armados solamente con la fuerza de su voz, exigiendo, para más inri, un estúpido y nuevo sistema de cosas basado en un mejor trato racial, y que los comentadores de las cadenas conservadoras del evangelismo blanco condenaban con dureza.
Robert no tendría piedad con los asesinos de su raza. Comenzaría con sus crías, para evitar que se reprodujeran. Irrumpió en una escuela pública de Santa Clarita, California, gritando:
“¡La supremacía blanca dominará al Mundo! ¡Los judíos, los negros y los mexicanos* son unos animales! ¡KAGA 2020**!”
Vestido con su antiguo uniforme militar, empalmó su arma de asalto y disparó como en los viejos tiempos, a quemarropa y a bocajarro, contra tres niños negros.
Sintió como una luz aliviadora le cegaba la vista de pronto. Él la recibió con sumo placer. Cuando llegó la Policía, vio a dos agentes parados detrás de las puertas, los saludó, todavía con el arma en el hombro, caminó a su lado, en tanto que éstos le hablaron algunas palabras, dejándolo que abandonara tranquilamente el lugar. Su “servicio” en la guerra les había granjeado su respeto.
No falto mucho para que el tiroteo fuera minimizado y la matanza relativizada por los políticos y sus medios de comunicación afines, quienes no cesaron de culpar y avergonzar a los padres de los niños por haber dejado África; en una escueta declaración por parte de las autoridades policiales se leían estas comprensivas palabras:
“Se trata de un ‘lobo solitario’, un hombre abatido por los problemas de la vida que necesita urgentemente ayuda médica y psicológica. Hay indicios y relatos donde se presume que no lo hizo de forma intencional sino que en defensa propia; no se sabe, nadie lo sabe aún. Pero el caso sigue en investigación”.
Robert llegó sin prisas a casa, se arrodilló, besó los pies de su rubio Cristo americano de ojos azules, cuyas manos estaban clavadas sobre una cruz formada de culatas y cañones de AR15, y lloró de la emoción. Sí, era un hombre bendecido; estaba listo para sufrir martirio.
-oOo-
(*En el ideario popular anglosajón, el término "mexicano" se aplica a todas las naciones que existen más allá de la frontera Sur de EEUU. Es decir, el término comprende a todos los latinos que habitan desde México hasta la Argentina).
(**KAGA: "Keep America Great Again" -intraducible: 'Manténgamos a EEUU Grande de Nuevo'-. Eslogán del movimiento político fundado por el magnate inmobiliario y estrella de televisión, Donald Trump, que agrupaba a los evangélicos blancos, las milicias de ultraderecha, los miembros del Ku Klux Kan y otras órdenes de segregacionismo blanco, a los creadores de conspiraciones y noticias falsas, y a una mayoría del campesinado remoto, los apodados "redneck").
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