La Máquina Interdimensional

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Su rutina diaria no ofrecía indicios de que fuera la de un hombre extraordinario o siquiera rico, y más bien parecía sacada de las entrañas de un cliché de la cultura popular contemporánea: era psicótica y ridículamente ritualista. Se despertaba con puntualidad a las cinco de la madrugada, con un exacto número de ocho horas de sueño y la clara conciencia de lo que tenía qué hacer en ese nuevo día. Siempre hizo hincapié en el proceso de “cómo levantarse de la cama” que contemplaba una rígida mecánica de alzar primero el pie derecho, entonces el izquierdo y, de un solo tirón, aventarse de ella como si fuera un autómata. La segunda parte del ritual le consumía las cabales ocho horas siguientes: sentarse frente al portátil, ojear los estados financieros de la Corporación, revisar rigurosamente que el número de ciento cuarenta y cuatro botellas de su gaseosa favorita "Scrum" estuvieran estribadas en su refrigerador, pasear por los talleres y laboratorios del edificio y, por último, leer las noticias del periódico más influyente del país, cuya cada una de las páginas le pertenecía, lo que le causaba un placer tremebundo —y permítaseme la transgresión—, principalmente porque en su juventud se había enfrentado a su propio consejo directivo para adjudicárselo. En aquella oportunidad, sus consejeros y accionistas le auguraron que la compra sería el comienzo de una debacle de rencor político, mala publicidad y, sobre todo, de estupidez financiera.

—Señor Lamarck —le señalaron sus concejales con el rostro entelerido—: Se malgastarán ingentes cantidades de efectivo en un negocio fracasado. Empleemos el intelecto. 

Su genio superaba esos límites de mezquindad y falsas oposiciones que no buscaban más que justificar su puesto en la mesa, o el de encontrar una ranura de debilidad en su carácter. Las palabras de sus subordinados no lograban otro efecto más aparatoso que el de estremecer su figura calva y vampiresca, pero llena del ímpetu y la osadía de los jóvenes, presta a castigar la objeción que le presentaban sus hombres, que urdían, más que otra cosa (en realidad era parte del mismo teatro ritual), medir su temple y su capacidad gerencial. Debía entonces actuar en conformidad con lo que se esperaba según la tradición de los hombres ordinarios y betas: imponer su criterio con un golpe de autoridad. Así que levantándose de su silla ejecutiva de presidente del consejo, sacaba las manos de las bolsas del pantalón de mezclilla y, con sus ojos de Nosferatu que parecían capaces de viajar a través del tiempo y de todas las edades, capaces igualmente de predecir cualquier tipo de contingencia o cualquiera de los futuros posibles, sometía el criterio de la junta directiva a su caprichoso deseo:

—Se equivocan. Cada uno de ustedes. 

Ninguno se atrevería a soltar siquiera un soplido. Fue la última vez que vio a su voluntad desafiada. La demostración de su infalibilidad alcanzó proporciones titánicas y una categoría divina entre propios y extraños cuando aquel “periódico fracasado” saltaba en la arena pública como el “Bewoulf Democrático” irascible y sin contemplaciones que luchaba contra los tentáculos de una implacable fuerza política que tenía por base a las bayonetas de las milicias armadas y como ideología al racismo y la xenofobia. Su periódico había entusiasmado a editoriales más pequeñas y juntos la habían derrotado, así que ahora no era un simple augur sino que también un verdadero patriota y edificador de la democracia. 

“La democracia muere en la oscuridad”, había lanzado esa mítica frase en uno de los discursos de victoria. 

A lo largo de los años también había acertado con apostarle a la industria de los carros eléctricos, con el de invertir en fabricantes de nuevos microprocesadores de alta calidad y estabilidad de conexión cibernética, con crear proyectos que lograrían el abaratamiento de los vuelos al espacio, el de jugársela a pesar del alto riesgo en apalancar bancos digitales, o el de someter, mediante la inflamación de la avaricia y la irracional persecución de sueños vacíos, a legisladores que emitirían todo un conjunto de leyes para su propio aprovechamiento, tales como la desregulación del comercio digital y el empleo de millones de apps y robots en la industria y el sector de servicios, los nuevos bloques económicos y tecnológicos que harían posible la construcción de un nuevo Mundo y el surgimiento de una civilización virtual que había de transformar al planeta en un Edén Tecnológico más justo, más cómodo y más conectado, para las élites superlativas. 

Todos los días salía publicado un artículo en la prensa mundial acerca de su extraordinaria capacidad para no solo predecir sino que para construir el futuro mismo basándose en su modelo no probabilístico de predicción. El mañana ya no era más una bala perdida lanzada hacia la sórdida incertidumbre; ahora era teledirigida. Lo que él decía que sucedería, sucedía. Lo que él dijera que habría de hacerse porque él así lo había soñado, se hacía. Era simple y verdaderamente un prodigio de la capacidad de la inteligencia humana para calcular y hacer realidad su legendario sueño de controlar al Destino mismo. 

Hipatia, Sócrates, Ibn Sina, Marx, Johann Wolfgang Goethe, Albert Einstein,Steve Jobs y Bill Gates, eran unos vulgares tanteadores, unos aciertas y fallas que no hicieron más que aprender a superar sus errores experimentales y sacar lecciones de ellos; era obvio que no podían siquiera comparársele, ya que él, por algún accidente de la Naturaleza, había nacido siendo el recipiente de los millones de años de aprendizaje evolutivo que el Ser Humano —auxiliado por el fuego, la sangre y los descubrimientos—, había tenido que atravesar, según argüían sus apologistas.

Era la gran luminaria de la emergente y futurista civilización humana a los ojos del hombre común. 

Sin embargo, el señor Lamarck guardaba uno de los más oscuros y pérfidos de los secretos, uno con la capacidad de destruir todo lo que existe en este Universo tal como lo conocemos hoy, y lo digo sin exagerar, como comprenderán párrafos más adelante. 

Pocos, por no decir ninguno, saben tanto como yo acerca de la delicadeza del asunto. 

Todos los días después de las cinco de la tarde nadie puede tener la osadía de importunar al señor Lamarck. Ni siquiera sus concejales. Se trata de una cuestión del tamaño y la seriedad de un asunto de Estado. Le estaba prohibido a cualquier mortal contactarlo cuando el crepúsculo hacía su aparición. Nadie había logrado saltarse esta tradición que nació poco tiempo después de su graduación de Ciencias Computacionales de la Universidad, cuando ya había fundado su primera empresa de ecommerce que lo llevó derecho a la riqueza y el poder. 

Esa noche, el señor Lamarck se encontraba perturbado: por la mañana y enfrente de sus concejales, parte de sus recuerdos se le habían esfumado, como si una niebla inesperada y borrosa le hubiera caído de pronto sobre la memoria, al punto de haberse quedado en blanco, como en una pantalla de televisión; en su habitual ronda de lluvia de ideas de “alto coeficiente intelectual" había fallado miserablemente en contestar, o siquiera validar, sus propias preguntas:

—¿Alguno de ustedes sabe cómo es posible que un impulso eléctrico generado por una célula sea capaz de generar conciencia? —les había preguntado con aire de arrogancia, seguro de su respuesta. 

Su interpelación había abierto todo un debate de mentes seudo-científicas entre los asistentes, desde el vitalismo del químico alemán Friedrich Wöhler, pasando por los experimentos de ambiente simulados de Stanley Miller, hasta llegar a la teoría de las redes neuronales y su fantástico número en torno de cien mil millones de neuronas en un sólo cerebro humano. 

Era evidente y no existía ya más margen de duda. Su memoria le estaba fallando. Sus recursos nemotécnicos eran cada día más pobres. Sus recuerdos parecían difuminarse. Ya no era capaz siquiera de “ver” lo que habría de suceder en los próximos años. Puso sus ojos en el cielo y pensó en el “incidente”.

Alarmado, el señor Lamarck supo que la hora vaticinada había llegado. El “incidente” donde había adquirido aquellas propiedades bíblicas tenía que volver a ser generado. Eso le producía un cúmulo enorme de ansiedad y temor. Creyó, con la racionabilidad que le caracterizaba, que era el tiempo ya de proceder a subirse en la “máquina” una vez más, emprender el “viaje” y calcular la forma de detener la disipación de la información (y la de él mismo como ente físico). Calculaba que ésta se debía al traslape entre branas durante el “regreso cuántico”. Pero algo más intuía el señor Lamarck. La disipación no cesaba porque una turbulencia temporal, que figuraba procedente de un “yo original”, la aumentaba minuto a minuto, causándole problemas para recordar los hechos futuros multidimensionales, su mayor secreto y la fuente de su clarividencia. 

El señor Lamarck era un viajero del tiempo, un salteador interdimensional.

Y yo, el Lamarck original, he venido para detenerlo. 

El presente señor Lamarck no era el Lamarck que perteneciera a esta dimensión donde usted y yo (antes del salto) vivimos, sino de otra, en donde, bajo engaños y lamentaciones, el yo Lamarck original, mi persona, había quedado atrapado. En aquella dimensión este impostor señor Lamarck era un perdedor innato, un perfeccionista amargado y un beta nacido para obedecer. No manejaba siquiera el álgebra más elemental.

Y en este momento —poco importa si fue en "aquel" o "ese" momento, ya que el bucle es infinito y la medida del tiempo se vuelve irrelevante— lo atrapaba justamente cuando estaba frente a la “máquina interdimensional” de mi invención, un dispositivo parecido a un cilindro transparente de vidrio que usa un láser para generar un haz circular donde el espacio dentro logra curvarse y por ende también curvar el tiempo, haciendo posible el “viaje”, es decir, “el salto”.

—¿Usted aquí? —me preguntó con asombro al verme aparecer por la puerta—. ¿Cómo? 

—En el mismo momento que usted encendió la máquina, las líneas temporales relativas al tiempo me trajeron aquí. ¿Ha olvidado usted quién ha sido el creador del artefacto?

—Por supuesto que no.

—Lamarck —le rogué, sintiéndome extraño de rogarme a mí mismo—, lo que usted cree que puede hacer para detener la perdida de información y conocimiento simplemente no es posible. Morirá en el intento y con él su propia dimensión y la mía. Nos disiparemos con ellas. 

—No pienso renunciar.

—Lo que digo es cierto. Se lo juro. Usted no lo comprende porque la frecuencia de sus viajes ha sido limitada y no logró ver esta parte de los futuros posibles.

—Ya se lo he dicho. No pienso volver. Aquí soy venerado, lo tengo todo, dignidad, respeto, salud, riqueza, un propósito más grande que yo mismo. 

Lamarck retrocedió y, hurgando en un arcón, sacó un arma.

—No puede matarme —le dije—. Y lo sabe. 

—Sí que puedo —dijo con seguridad, mientras se agarraba la cabeza con fuerza—. La “Paradoja del Abuelo” me lo permite. Puedo matarlo a usted, a su padre y hasta a su abuelo, porque de igual forma usted y yo siempre seremos concebidos en cualquiera de las otras dimensiones. Además, si se estudia bien, la solución de las líneas temporales relativas a mi yo futuro, o sea usted, me dicen que usted no necesita ni siquiera nacer para cumplir el destino de volver a aparecer en esta dimensión, porque no hay líneas temporales «absolutas» que deban cumplirse. No importa lo que yo haga en esta dimensión, nunca me afectará, solamente a usted, el viajero multidimensional. 

—Espere —le dije, un poco atemorizado—. Precisamente ahí está su error. Escúcheme atentamente. En realidad es usted el verdadero viajero multidimensional. Si me mata, como ahora creo que procederá, lo hará en un universo paralelo distinto del suyo (en realidad es el mío, el original), por lo tanto este universo original del que las partículas físicas y cuánticas copian dimensionalmente, se destruiría, y con esta destrucción las demás dimensiones y los otros yos, como resultado nunca ninguno de nosotros será concebido, porque yo soy el Lamarck original.

“Usted solo puede seguir existiendo en un universo copia. En una palabra, el olvido mental que ha estado sufriendo últimamente se debe a que usted se está disipando porque no pertenece a este universo y porque yo mismo, el original, me encuentro en él, ocupando dos veces un mismo espacio”. 

—No lo creo. No crea que no he estudiado bien el asunto.

“Dígame, ¿qué le impide a usted quedarse en mi dimensión? Por mi parte, soy feliz aquí, incluso he trascendido”.

—No puedo quedarme ahí, aunque quisiera. La razón es más sencilla que la de un simple capricho: Siendo una dimensión distinta de la mía, no he cesado de disiparme. 

Lamarck seguía sin creer ninguna de mis palabras y tenía el dedo puesto en el gatillo, listo para disparar.

—No le daré más razones para seguir con vida —exclamó de pronto, furioso.

Yo también había viajado a dimensiones aún más lejanas y avanzadas. Tenía en mis manos un dispositivo de retroceso cuántico que tenía la propiedad de lanzar partículas con cualidades naturales y capacidad para «hacer retroceder en el tiempo», lo que en el microcosmos cuántico significa que, si ocurre un proceso físico determinado, éste puede revertirse y devolver a las partículas involucradas al estado anterior, y en mi caso, devolver a Lamarck a la dimensión que pertenecía. Esto era si él no me mataba primero. 

Fue entonces cuando Lamarck, arrastrado por su vesania, me disparó.

Y luego una luz radiante me cegó los ojos. Primero fue la oscuridad, grande, envolvente, eterna, sorda. No lograba escuchar nada. El silencio era absoluto. Pero sabía que tenía conciencia, lo que me producía un inmenso terror. No sabía tampoco si recién acababa de llegar a ese estado o tenía cientos de millones de años de estar ahí. ¿Estaba arriba, abajo, a la derecha o a la izquierda? 

De pronto volvió mi visión y pude contemplar, alucinado, como en un viejo proyector cinematográfico, cuadro a cuadro, a intervalos regulares de pocas centésimas de segundo o de nanosegundos (en realidad no importa), fotogramas de una larga sucesión de eventos que se ramificaban visualmente en formaciones parecidas a una red neuronal, donde se cumplían millones y millones de futuros posibles, cada uno con un final probable, diferentes pero no distintos, y que, al final, formaban un solo futuro y un solo origen, en donde el Bing Bang, en una sucesión ultrarápida e infinita, se devolvía a sí mismo por donde empezaba, en aquel átomo solitario. 

Todo acabó.

Mi dedo seguía puesto sobre el botón de encendido de la “máquina interdimensional”, fuerte y orgulloso; finalmente entraría en los anales de la Historia como el primer hombre en el Universo que sería capaz de hacer el primer viaje entre dimensiones y me bañaría de una gloria eterna. Una sensación extraña se apoderó de mi cuerpo; un viento fuerte abrió, de presto, la ventana, y vi a una especie de sombra que parecía arrojarse a través del marco, precedida por un ruido seco que astilló los cristales. Nunca he sido un hombre que haya creído en premoniciones ni corazonadas alguna vez, en cambio, me he enorgullecido de mi amor por la disciplina, la perseverancia y el comprometido estudio de la ciencia, pero aquello no presagiaba nada bueno. Cuando me acerqué a la ventana, encontré un especie de aparato que deduje sería de emisión de partículas. No era de mi invención. Su extremada sencillez me demostraba que era un artilugio muy avanzado para mi época. O, por el contrario, era posible que la expectación me había hecho perder la cordura y ahora veía visiones justamente cuando estaba a punto de llevar a cabo el mayor proyecto científico que haría posibles todos los sueños de la humanidad, el de convertirse en su propio dios. 

Sin pensarlo más, cogí un martillo y deshice la máquina a pedazos. 

 


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