Carta de José a Eliecer

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27 de agosto de 1920

Te extiendo un agradable saludo mi estimado amigo:

Me comunico a través de la presente para contarte una historia que espero no sea dantesca de leer, te escribo esto aun sabiendo lo que la dulce Sofia significa para ti y todo lo que han tenido que pasar para estar juntos.

Para no enrollarme más y que el tema sea fácil de leer y de escribir, empezaré a contarte la historia desde el principio.

En la calurosa mañana de noviembre, cuyo día recuerdo con gran agrado, conocí a Sofia, una niña que estaba cursando apenas quinto año, con manos suaves y delgadas, pómulos marcados, de estatura baja, pero de presencia gigante, una voz tan dulce que hechizaba a cualquier aventurero que se atrevía a conocerla. Prematuramente le mostré mi interés, todo iba bien, sin mayor inconveniente.

En los primeros dos años de llegado a esa escuela, ella era la única que se atrevió a darme tan siquiera una pisca de atención, pues como bien ya tú lo sabes mi añorado amigo, siempre fui muy malo para las relaciones interpersonales. Solíamos salir cada fin de semana a la cafetería de Don Infantino, el anciano que falleció no hace mucho, ese hombre de nariz larga y cabeza medio calva era el cómplice de un amor que hasta ese momento no podía ser.

Muchos intentos se cruzaron, pero ninguno se concretaba cómo nosotros lo queríamos y el amor de la dulce Sofía se iba alejando cada vez más, yo lo intentaba alcanzar, cómo un loco desesperado por conseguir al menos un poco de opio.

A los quince años decidimos intentarlo de nuevo, por lo que fui a pedirle la mano a su padre. Recuerdo que me vestí muy elegante, repase mi discurso al menos unas cinco veces delante del espejo y respiré hondo, “todo va a salir bien” repetía mi mente una y otra vez durante el tortuoso camino a la casa de don Apolinar, el mismo Apolinar que unos días antes era tu suegro, el hombre de mal genio, manos gruesas y duras, una altura que, en combinación con su porte de magnate, hacían retroceder a cualquiera que se atreviera a pronunciar palabra alguna sobre la dulce Sofía. Para serte sincero no recuerdo el camino, iba tan nerviosos que no podía fijarme en el más mínimo detalle de los locales o las piedras que decoraban el terreno que no hace mucho había sido solo tierra. En mis recuerdos ya me encuentro sentado frente a él, divididos por una mesa redonda, que tenía una piedra donde colocaba las colillas de sus cigarrillos, me miraba con rabia, pues ya presentía todo lo que íbamos a tratar, acto seguido llegó la dulce Sofía y llenó el vacío de la conversación con su cálida voz. Con mi verbo tembloroso, pedí permiso para ser el acompañante de su hija y casi al mismo tiempo desenfundó su revolver y lo colocó sobre la mesa, el mensaje era claro, yo ya no tenía nada que hacer en ese lugar. Con la cabeza baja volví a mi hogar, no lloré porque los hombres no lo tenemos permitido, pero si lo hubiera hecho, habría llenado los siete mares con mis saladas lágrimas.

Aquí es donde entras tú, mi querido amigo, llegaste al último año, con tu porte de galán y acento capitalino y cómo un ladrón profesional, te robaste el amor de la dulce Sofía. Al poco tiempo los miraba pasar agarrados de las manos, no te he de engañar, pues mentir es señal de una mala amistad, sentía celos y ganas de matarte. Al poco tiempo ocurrió el plan siniestro de no ir a clases e irnos al río, casi nos ahogamos en carcajadas y fue en ese preciso momento donde tu y yo nos volvimos compañeros casi inseparables. En la fiesta de graduación tú te habías vestido de ceda, un traje carísimo que poco se miraba en esta parte del país, y Sofía, ¡que puedo decir de Sofía!, parecía un girasol hermoso con ese vestido amarillo. Fue después de tan solemne acto cuando tú fuiste a pedir la mano de tan hermosa dama, dueña de mí felicidad y sufrimiento, Don Apolinar no se negó, pues se enteró por los chismes del pueblo que tu padre podría ser el nuevo alcalde de tan mágico lugar.

Más pronto que tarde nuestros caminos se separaron, yo me aventuré a esa que era tu antigua ciudad, mientras tú mi apreciado, decidiste quedarte para ayudar a tu padre a decidir el futuro de las setecientas almas con cuerpo que habitan mi hermoso pueblo, lastimosamente, las almas que abandonaron su organismo no pueden ser gobernadas, de no ser así, vete a saber cuántos podría haber tenido tu padre bajo su poder. No tardó en llegarme la invitación a tu boda, una carta escrita con un vocabulario exquisito, digno del hijo del alcalde y digno del esposo de tan maravillosa mujer. Desafortunadamente, por problemas de mi empleo no pude asistir, pero respondí tu correspondencia felicitándote y alegrándome por tan envidiable logro.

¡Oh mi estimado compañero de mil batallas!, no sabes cuantos años pasé deseando lo que tenías en ese momento, cuantas lágrimas de mis ojos me arrancó el cruel destino y cuantas cartas lanzadas al viento escribí a Sofía declarando mi sentido amor por ella.

Mucho tiempo después, en una noche de hermosa luna llena, un hombre montado a caballo, cuyo rostro no podía ser divisado, tiró una carta por debajo de mi puerta, que maravillosa y trágica es la vida mi querido amigo, pues la carta estaba escrita con las delicadas manos de la dulce Sofía. Mostraba todos los atropellos a los que la tenías sometida y, justo debajo de la última línea escrita había una lágrima, que no era de la felicidad de mujer casada con un burgués, en la lágrima que derramó aquel ángel, se podía sentir el sufrimiento de una esclava, la cual no tenía ganas de seguir en su celda.

Querido amigo, me duele mucho saber que no pudiste aprovechar tal honor, no siendo más por la presente, yo José de las Casas te reto a ti Eliecer de la Cruz, a un duelo por el amor de la dulce Sofía. Procura tener tu pistola en buenas condiciones, pues llegaré a la ciudad que algún día gobernó tu padre en la semana siguiente.

Atentamente: José de las Casas

 E. Y. Z.


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