Tarde de domingo en el Dantecomio

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Primer día en el manicomio. Otra vez. Los locos amigos me saludan. Otra vez. Pasaron los dos o tres años sin tener necesidad de meterme aquí. Pero otra vez escribo cuando el amigo me deja usar el trasto. Pastillas amarillas, verdes, rojas; unas que son blancas que las tomo, tres en total, antes de acostarme. Casi nada. Tres al mismo tiempo y el protector de estómago. Otra vez los locos y el loco, juntos. Me lo temía. Tenía que pasar. Mucho tiempo en paro, mucho tiempo con las novelas góticas, mucho tiempo sin follar, mucho tiempo dándole vueltas a la cabeza, mucho tiempo pegando, amenazando, robando, sin comer, en la calle y luego lo de siempre, cualquier utensilio es bueno para quitarse de en medio. Esta vez fue una lata de cerveza. La lengua y la boca las tengo hechas una mierda. Mejor sería que me cosieran los labios. Y tantas malas palabras. ¿Se dice así, verdad? Palabras malsonantes. Todo el día. Mis buenos días es un sonido gutural y luego un cabrones cabrones cabrones cabrones cabrones cabrones cabrones que no deja de sonar hasta la hora de comer. Más o menos. Me sientan y me piden estar calladito un rato. Cabrón.

Mis visitas al Dantecomio se suceden desde que tenía poco más de treinta años. Salir y entrar. A menudo la estancia es larga. Más de dos años, incluso. Otras el tiempo en más breve. Ya tengo los sesenta y he perdido la cuenta de entradas y de salidas. El personal me conoce y yo conozco a los hijos de puta que me acarician, me obligan a comer, me dicen cuando mear, cagar, hacerme una paja; cuándo debo cerrar los ojos y soñar con los angelitos.

Los mataría a todos. También a los buenos profesionales. A esos los primero. En este lugar sobran las personas que no tiene que esforzarse para caer bien. A mí me revientan. No pierden los nervios.

Cuanto más grito y más amenazo; cuanto más paso de todo y más cierro la boca y el ojo del culo, es entonces cuando esta gente se hace más cercana. Tocan y vuelven a tocar. Susurran cancioncillas. Se desviven por uno. Y mis ojos taladran los suyos. Pero no hay manera de provocar en ellos un maremoto de indiferencia. O de violencia.

Ya conocía a Satán. Nada del otro mundo. Tedioso. Otro loco caído en desgracia que si no tiene otra cosa mejor que hacer se pasa por aquí y se lleva a uno que esté bajo de defensas. Jajajaja.

A mí se me plantó en el jardín. Jardincillo. Miraba yo la fuente y las hojas verdes, humildes, que harían deleitarse a Proust. El sonido del agua es terapeútico si llevas el día oliendo a medicina hecha en Corea del Norte. Por lo menos.

Supe al segundo que era él. Pero un segundo para el tío ese es más que una eternidad.

Me pidió, casi de rodillas, que le echara huevos a la cosa.

“A ver los tuyos”, dije.

Fue cuando se llevó al más enfermito. Lo mató mientras comía. Las dos manos entraron por la boca sin dientes y llegaron hasta el corazón. Apretaron, estrujaron, descuartizaron. Las manos hicieron mierda una vida que valía nada.

“Tú me pides que no regrese a este lugar. Que deje de inventarme papeles. Me pides que sea el cuerdo hijoputa que escribe para una soledad sin entresijos para dejar entrar luz, aire, cielo, abismo. Que vuelva al mundo al que pertenezco y que deje de ocupar un sitio aquí, entre los que no son como yo, porque yo no soy como ellos, ni estoy loco, ni nunca lo estaré, aunque lo quiero más que cualquier otra cosa. Y tú dices conocerme mejor que yo mismo. Aparta, mentiroso. No eres digno de enfrentarte a mí en esta pelea”.

Pero algo de daño sí que hizo. Me quedé pensando en la conversación algún tiempo. Y es que Satán también habló. Aseguró que diría lo que al final dije. Y dijo también que me echarían de malas maneras cuando vieran los papeles, cuando leyeras las palabras y descubrieran el engaño. Mentira cochina de un fracasado cobarde que desea que lo mimen y estar inundado de pastillas y así desterrar dolores y horrores.

Imaginar que mañana no estaré entre estas paredes me provoca mareos.

Vomito un vacío.

Si regresar a la llamada casa de uno y a la calle de uno y a ver las caras de los otros por aquí y por allá y el ruido siempre, el ruido y las voces de día y de noche sin descanso y los gritos y los lloros y los coches y las motos y los perros ladrando y el pedo del viejo que sube hasta su piso porque el ascensor se avería más de la cuenta, si todo eso es lo que me espera en mi cordura madrileña yo primero me lanzo al vacío desde la azotea y que me tapen con una manta vieja de colores.

El que no esté loco, pero haga creer que lo estoy, es más que suficiente para estar en el jardincillo y tragarme las pastillas y la comida y dormir siestas largas y por la noche dormir 10 horas más de un tirón. Oler a tabaco todo el día aunque no fume. Ver la tele. Acercarme a la radio que tienen los currantes y cuando el turno es de la niña pecosa y andaluza escuchar música cañera.

Nada me gusta más que la orden de pasar por la ducha. Nada puede compararse a la orden “…y enjabónate bien”. Nada.

Y Satán se aburre conmigo porque soy una piedra. Ni suicidio, ni rendición.

A él no le gusta el Dantecomio.

Estrecho. Pasillos blancos. Asientos escasos e incómodos. Locos de verdad a los que no puede domeñar. Sólo yo y los trabajadores. Pero él pasa de las nóminas que se mueven.

Me dice adiós. No, en realidad sus palabras exactas son: “Hasta luego, tú.”

Escribo y escribo y leo y leo.

Hay una doctora, amable, inteligente, argentina, morena, alta, con enormes tetas y grandes caderas. Una señora a la que respeto. Pasa algún rato conmigo.

“¿Te gusta Mark Twain?

Preguntó por él porque me quitó de las manos “El forastero misterioso”.

“¿De qué va?”

Mejor empieza por “Jumbo”.

Su sonrisa es bonita.

Lo bonito todavía me sorprende. Lo precioso es muy diferente. Pero lo bonito. Lo precioso es un rococó de carnes y huesos y quizá también alma que cae pesado. A la corta y a la larga. Lo bonito es el pan caliente con mermelada en la mañana con el periódico y el café solo. La doctora es así. Pan caliente y tierno y bueno y bonito. El que lea y crea que ya la veo en mi cama a cuatro patas con mi polla en su culo es que no se entera. Ella es la única persona que a lo mejor tiene lo que hay que tener para tirarme de la azotea abajo. Ya saben. Ella ni se lo imagina. Pero esas manos son las manos perfectas.

“Hace días pregunté por ti”, dijo.

“No preguntes por mí. Es un peligro. Todo el mundo lo sabe todo de mí. Es un peligro. Si no quieres aburrirte pregúntame a mí que no se nada, ni de mí, ni de ti, ni de hoy. ¿Sabes que hoy hace 50 años que murió mi madre?

“Lo siento”, respondió.

“Eso es lo que me gusta de ti. Apenas tengo recuerdos de ella y tu sueltas un lo siento que es bonito”.

“¿La querías?

“Sí”.

“¿Te atreverías a pasar la noche sin pastillas?”

“La noche de la que hablas, no; ni hablar. La noche de la que no quieres hablar sí. Claro. Ya mismo”.

Uy, un enfermo fortachón se ha enterado del robo de esta mañana. Sí, fui yo. Y ya van como media docena de golpes en la cara. Sangro. Al fin llegan, ellos. Lo retiran. Lo llevan. Lo calman. Gritos. Todo es un grito.

La bonita doctora se pone a tomar notas. Se quita las gafas.

“Lo cierto es que no estoy loco, pero decirlo aquí es como el tío que suelta lo de soy inocente cuando ya está entre rejas. No estoy loco, pero si me sueltas me volveré loco. Muy loco”.

Me entrega el libro.

“Seguiremos follando, perdón, hablando”.

Podría ser su padre. El tío al que ve por primera vez tras llegar de Alaska después de pasar años pescando el cangrejo real.

 

 

 

 


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