Era el fin del día y todas las dudas colapsaban mi mente. Su imagen hecha trizas, desmembrada, profanada, se pudría en el vasto vacío incierto de un rincón olvidable del mundo, pero no de mi cabeza. Parecíame extravagante la situación, y no ya la idea, de cuidar un cadáver. Aún así lo saqué del horno crematorio, lo envolví en su poncho y lo coloqué sobre el camastro de sábanas grises, derramando líquidos cadavéricos en el camino. Me tomé un tiempo para ordenar su posición en el lecho y tuve la medición de un artista, esa trama de certidumbre e incertidumbre que domina el ánimo de los creadores.
Terminada la tarea lo observé; la cara pálida ha perdido su forma esférica, vital: decía la metáfora de que la vida es la eternidad por un momento, un círculo cerrado que tras varias fluctuaciones acaba por quebrarse en una línea horizontal que es Nada. El torso estaba henchido por la acumulación de oxígeno en los pulmones, hablando del repentino cese de las funciones orgánicas, de ese sistema cuasi perfecto, incomprensible, que es el alojamiento del alma. Y mi sombra sobre el cuerpo, ese conjunto de innumerables células ya sin mecanismos, proyectándose como en la imitación del espectro que se va y olvida esta calle, esta ciudad, este país, este continente, esta Tierra, este sistema planetario, esta galaxia, este universo, esta ilusión inteligente, este castigo del Logos.
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