Hay lecciones en la vida que se aprenden a partir de pequeños gestos cotidianos, francos, honestos y desinteresados.
Lejos de querer aparentar o adoptar una pose, la naturalidad tiene siempre ese toque de algo no forzado, de inesperado y a veces sorprendente, con una frescura que atrapa y que por todo ello no resulta falsa.
Una calurosa tarde de verano mi amigo Oscar y yo nos encontrábamos en la terraza de un bar, en un pequeño parque urbano donde la sombra de unos árboles próximos y de los edificios permitían tolerar las altas temperaturas de aquella jornada estival, cuando se acercó a nosotros una mujer de edad indeterminada y muy desmejorada físicamente. En una mano portaba un pequeño grupo de pulseras, de las que se realizan a mano introduciendo pequeños elementos de diversos colores y formas unidos mediante un elemento elástico, que es lo que permite ajustar el conjunto a la muñeca y en la otra el vaso de plástico vacío de un yogurt de bombón.
Nos pidió una ayuda y nosotros luego de rebuscar en los bolsillos le dimos cada uno unas monedas.
Ella nos ofreció a cambio sendas pulseras; primero a mí, que decliné el ofrecimiento y luego a Oscar que tomó la suya y se la puso inmediatamente, alabando las características de la misma como si acabara de llegar a sus manos algo muy preciado.
Mientras la mujer probaba suerte con el resto de clientes nosotros reanudamos la conversación en el punto que la habíamos dejado.
Antes de marcharse definitivamente la mujer se giró hacia nuestra mesa exclamando:
-Te queda bien-
A lo que Oscar le contestó con esa franca sonrisa tan característica en él.
Esa fue para mí una lección de empatía que agradezco haber recibido.
A eso se le llama conectar.
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