Armando despertó ese domingo en la madrugada, como es común en todos sus domingos. Se colocó sus pantuflas y se levantó de la cama, bajó por las escaleras en forma de caracol y cruzó a la derecha, directo a la cocina, ahí prendió la estufa y con las llamas con las cuales su esposa le cocinaba el desayuno todas las mañanas, se preparó un café amargo, nunca logró entender que el amor de su esposa era lo que le daba ese sabor exquisito que él siempre buscaba, ese amor endulzaba sus días y daba gusto a su comida, pero Armando era incapaz de obtenerlo para si mismo, así que se conformaba con la amargura de sus bebidas y el sin sabor de sus comidas. Terminada la amargura y con un frío constante en los huesos, decidió subir por esas escaleras hacia el balcón de su casa. Ahí fue abrazado por la niebla que se encontraba más blanca que su cabello, miró por una ventana sin cortina el sueño de su vecina, la chica que amó pero no pudo tener, también pudo ver como el marido de la despampanante muchacha apagaba la luz del cuarto al tiempo que besaba la frente del amor de su vida, con la oscuridad se despidió en silencio y posteriormente prendió un mechero, entre tanta ausencia de luz la flama de ese mechero era la única que se podía mirar en todo el barrio y la energía del ardor fue transmitida a un cigarro que ahogaba poco a poco la vida de ese ser humano.
Apoyado sobre el balaústre y con el cigarro entre su dedo anular e índice divagaba un pensamiento en su ser, la imagen de su esposa Clara al lado de aquella joven de la casa del frente, nadie sabría decir si el sería capaz de dejar a su esposa por tan maravillosa doncella, pero tampoco nadie era capaz de decir si aquella señorita lo amaba tanto como él a ella. La niebla poco a poco dejaba el lugar y a la distancia se podía divisar las casetas ambulantes donde la gente vendía ropa y comidas a los transeúntes que pasaban por esa feria de amigos desconocidos; al lado derecho se encontraba el inquietante cementerio, que como una metáfora se le mostraba al anciano Armando, con la mirada preocupada aquel anciano se percató de su vejez, se percató que estaba más cerca de la tumba de su padre que del cuarto de la hermosa vecina, la idea de su pronta muerte lo llenó de intriga y apagando el cigarro a medio acabar, se adentró al cuarto donde su esposa que seguía dormida, tomó un espejo de mano y volvió a aquél balcón donde podía tener vista de todo, prendió su mechero para hacer un intento de luz, colocó el espejo en el soporte y miró su reflejo, poco a poco su mano se encontraba explorando cada arruga, cada experiencia obtenida en sus casi setenta y cinco años de vida, la penumbra demacraba su rostro y mientras su mano caía por su cara soltó un grito desgarrador, que si hubiera sido en otra hora de la noche despertaba a medio barrio.
Abrumado por tan macabro espectáculo recordó a su abuelo, a aquel anciano que después de muerto se presentaba ante él en forma de historias y relatos fantásticos, rememoró que antes de que alguien muera se le presentaba la muerte, bien sea en sueños o en la tortuosa realidad de la vida, por suerte nunca la había visto, pero tampoco tenía la certeza para saber quien era cuando se le presentase, sus amigos ya fallecidos le habían contado que era una mujer hermosa, de porte europeo y de buen verbo, aquella mujer conquistaba a los hombres y antes de consumar su acto los mimaba, los hacía sentir tranquilos y con uno beso de esos que enamoran los hundía en el sueño eterno; otras personas antes de morir la describían como un monstruo sin piel, que reía al ver sufrir a la familia de la víctima, con sus huesos que se convertían en garras desgarraba la piel de los enfermos, ancianos y desamparados; muy pocos la describían como una anciana milagrosa, delgada y fría, cansada de su labor y de las lágrimas de aquellos que no querían irse, al llegar intentaba hacer su trabajo lo mejor posible, procurando que nadie sufra y antes de llegar al final soltaba una lágrima y pedía perdón; en muchas ocasiones de fortuna todos podían admirar el trabajo de ese ser, en cambio en la mayoría de casos, solo lo hacía el dueño de la vida la cual iba a arrebatar.
Al poco tiempo de divagar miró a su izquierda, aquel lugar de amigos desconocidos estaba iluminado por una gran bola de fuego lejana, no lo dudó, era la muerte en una de sus tantas presentaciones, estaba seguro de que venía por él, ya estaba muy anciano pero se aferraba a la esperanza de vivir unos años más para bien conquistar a la vecina o bien morir junto a su esposa, decidió pelear contra la muerte y al verla tan lejos se adentró al cuarto de cosas olvidadas, tomó una cruz del Sagrado corazón bendecida por el papa, una estampita de la Virgen de Las lajas, bendita por el agua que corría de los pies de la imagen original y antes de salir al balcón llenó con aceite de Buga a su esposa que se despertó sobresaltada pero que al momento volvió a dormir. Llegó a ese terreno de batalla donde habría de pasar todo el día si era necesario. La muerte se acercaba cada vez más, estaba en un caballo negro cubierto por el fuego del infierno, el jinete era un hombre anciano de traje negro, con nariz larga y muchas arrugas, delgado, de piel blanca y manos huesudas pero firmes, llevaba un sombrero que dificultaba ver por completo su rostro y por un momento parecía que sus ojos eran de color gris, a medida que se acercaba marcaba una sonrisa que daba más miedo que alegría. Mientras ese lúgubre personaje se aproximaba, Armando rezaba el padre nuestro con más fuerza, por cada dos padres nuestros soltaba un Ave María y cuando estaba a una cuadra de distancia elevó la cruz al cielo mientras recitaba la oración bendita a la virgen. El caballo se posó al frente de su casa y el hombre bajó del corcel, arregló su sombrero y su vestido, Armando al mirar que sus oraciones no daban efecto sobre el poder del ente, intentó con insultos, insultó a su padre y a su madre, aún sin saber si la muerte tendría padre o madre y maldijo cada una de sus acciones, al escucharlo el anciano volteó, lo miró fijamente y le soltó una sonrisa, efectivamente, los ojos de tan perturbado ser eran grises, pero su pupila era de color rojo y eran enormes, acto seguido lo apunto con su huesuda mano y el hombre quedó totalmente paralizado.
El anciano estaba quieto, imperturbable y con la mirada fija a la desesperación del viejo Armando, mostró sus chuecos y amarillos dientes para que el pobre hombre se pueda mover, de un saltó fue a refugiarse donde su esposa y en eso de minutos escuchó el desgarrador llanto del esposo de su vecina, ahí se pudo dar cuenta que la muerte no venía por él.
E. Y. Z.
Comentarios
COMENTAR
¿Te ha gustado?. Compártelo en las redes sociales