Y llegó el día

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“Haya paz, por favor.”

Y comenzaron a caer como moscas.

Primero los niños, las madres y los hombres que intentaron aferrarse a los cuerpos de sus seres queridos. Una sangría. Y el calor del mediodía cayendo sobre la plaza.

Alguien, la verdad que no sé quién, disparó al cura que había pedido paz. Y por favor, también.

De repente el silencio.

El llanto algo lejano de un niño entre el montón de fiambres.

Unos cuantos hombres rebuscando.

Cesó el llanto tras el disparo.

II

La misma plaza y un monumento alzado en mitad de ella en recuerdo de las víctimas.

Las autoridades se amontonan.

Hay muchas moscas por aquí y por allá.

Y el pueblo guapo que asiste un año más a la ¿celebración?

La señora con autoridad se acerca al micrófono y larga un discurso sacado de la gran nevera de donde salen, ya hechos, los discursos.

Hay discursos para acongojar, para humillar, para una declaración de guerra, para elevar el ánimo y, sobre todo, hay discursos para afianzar la mentira.

Los más viejos que milagrosamente lograron salvar el pellejo, están a la sombra, sentados.

Esposas y esposos, hijos, nietos, bisnietos. También a la sombra.

Y después del discurso bien leído, la señora baja los tres peldaños de la tarima y se acerca a los sobrevivientes.

Breves palabras.

La respuesta que recibe es casi siempre es el silencio.

Esa incomodidad que nace y parece llegar para quedarse indefinidamente. Pero no. Todo pasa.

Entonces un viejo se pone en pie.

Se saludan.

“Verá usted, señora presidenta. Yo le agradezco las palabras, las molestias, el monumento, con ese artista que ha trabajado muchas horas en él y que según cuentan los que saben, representa el “haya paz, por favor”; créame, le agradezco de corazón todo lo que han hecho. Pero, no sé si usted podrá permitirme que le robe un minuto para contarle algo que no había contado hasta ahora, ni siquiera a mis seres más queridos, aquí presentes. Mi esposa, mis dos hijos, mi nieta. Ni siquiera ellos saben lo que yo voy a contar, naturalmente, si tiene a bien concederme ese minuto. No es más que un minuto”.

Y la presidenta, en la sombra, por supuesto, aconsejada por un súper hombre con barba blanca que le habla al oído, sonríe, enseña dentadura perfecta y asiente con una demostración de interés realmente encomiable.

“Que amable es usted. ¡Y qué guapa, por cierto! Si me permite la galantería. Bueno, iré al grano, porque sé que su tiempo es oro y está muy ocupada a todas horas. A mí el monumento me gusta. Esa es la verdad, y creo hablar en nombre de todos cuando le aseguro que el agradecimiento de las víctimas y familiares es sincero. La emoción, como podrá comprobar usted misma en este encuentro, es grande y hace que surjan las lágrimas, los abrazos, y todas esas cosas hermosas que no se ocultan porque no caben en el corazón. Pero yo, señora presidenta, a mi edad, noventa y cuatro años, y repito que nunca antes había dado a conocer este hecho, yo, repito, fui el cabrón, hijo de la gran puta que ordenó matar a niños, mujeres y hombres aquel día espléndido en mitad de esta plaza tan hermosa. Por eso decidí quedarme a vivir aquí, entre esos otros hijos de puta que salvaron la vida no sé cómo. Bueno, sí que lo sé. Salvaron la vida los muy cabrones porque mis hombres se entretuvieron demasiado con los niños y las mujeres, mientras que de los hombres pasaron porque recibieron más matarile que los otros. Pero a veces una bala, o dos, o tres, o seis, no son suficientes para acabar con la vida de tanto cabrón. Y sí, señora presidenta, aquí, servidor de usted, es el hombre que hace ya muuuuuuchos años se lo pasó en grande haciendo un trabajo cojonudo en esta plaza en la que ayer jugaba con mi nieta. ¡Y por supuesto que no me arrepiento de lo hecho, faltaría más!”

III

La presidenta volvió a recibir unas palabritas del macho alfa que alimenta su cabecita.

“Lo dicho, buen hombre. En este día, haya paz, por favor”.

Y con dos besos y aplausos de la concurrencia, se dio por terminada la función.

Las autoridades regresaron a sus quehaceres.

El pueblo, bonito y bien comunicado por carretera y tren con la capital y otras ciudades importantes, también retornó a la rutina de los herejes.

Y la nieta, tan guapita y dulce y cariñosa, besó a su abuelo y se abrazó a él en busca de amor y de más historias y de juegos en la plaza.

El monumento, de seis metros de alto, sirvió, con el devenir de los días, para que palomas y tórtolas encontraran refugio ante el calor del mediodía, y a pocos metros de la fuente con el agua a disposición.

Y el viejo hijoputa por fin se liberó de la carga y ya pudo contar a sus seres queridos lo hecho aquel día.

Y la nieta, embobada, lo miraba con la boca abierta, feliz.

 

 


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