El sobreviviente se siente culpable

“Encendieron la luz. Yo estaba sentado en el suelo, sujetado del cuello por el guardia al que había escupido, y con la nariz y la boca ensangrentadas.

Mi mejor amigo estaba arrodillado frente a mí, sostenido del cuello por un oficial. De pie, a mis espaldas, había otro que tenía una bayoneta apuntando hacia la frente de mi amigo.

 “Bueno. Vos decidís. ¿Qué le volamos primero a tu amigo?”, me dijo el guardia que me sostenía.

 Lloré, les rogué que me mataran a mí. Fue inútil.

 Nunca supe el motivo exacto de este proceder; o estaban enojados por mi fatídico escupitajo o creían saber algo más. Sólo hay dos cosas de las cuales me parece estar seguro entre toda esta incertidumbre: la primera, que íbamos a morir de todas formas, destinados a llenar una fosa anónima o a perdernos en las profundidades del Mar Argentino; la segunda, que habían cometido un error. Habían violado una orden superior. Esto último creo saberlo porque uno de ellos se quejaba, reprochándole a ese negro cobarde que no debía haber disparado, que había roto el techo y que yo había visto todo. No sé de qué fuente, pero me enteré que recibieron una suerte de sanción y el desprecio de los demás.  En el afán de humillarnos por última vez habían arruinado la tarea de matarnos.

 No estoy vivo porque jamás podré volver a ser libre, como lo era en mi infancia donde no me asaltaban los terrores que ahora guardo en mi mente ofuscada por estos ojos que vieron el infierno y se encandilaron con las llamas; leguas de fuego que me incendian, que todas las noches me matan en la cama del algún instituto frenopático mientras lloro la culpa de haber provocado la muerte al que era, fue y será mi mejor amigo.”