La muerte

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La madre lleva en brazos a los hermanos. Cuatro y dos años. Miguel y Antoñita. Antonia. Pero Antoñita en casa y en la calle. Se bañan en el muelle y así esperan a que regrese el padre de la mar. Pescador. De los buenos. María jamás se ha metido en el agua más allá de las rodillas. Y nació aquí al lado. De la familia de los Ravelo. Pero ella le tiene miedo. ¿Es miedo? Asco no puede ser. Es miedo, pues. ¿Pero miedo a ahogarse en la orilla de la playita del muelle? Quién sabe. Lo que sí gusta a María en coger piedritas blancas, azules, de un rojo color vino.

El sol está arriba. Es verano. El muelle se llena de chicos y chicas y turistas curiosos que sacan fotografías de la estampa marinera. Los barcos van entrando. Son pequeños, blancos, con algún azul color cielo despejado como el de hoy.

Traen viejas, cabrillas, pescado de cuero, cosas así.

Miguel y Antoñita se divierten. Tragan agua y tosen. María les reprende.

María sigue siendo joven. Es alta, morena; el insomnio pone nubarrones bajo los ojos. Tiene el pelo más rebelde y negro de la calle, del barrio. ¡Del mundo! No se peina y es guapa. Casi tan alta como Cipriano, que ya asoma y al rato apaga el motor y saca los remos.

Se pone en pie quitándose la camisa. Algo le dice al compañero Juan antes de tirarse al mar. Nada hacia la playita. Un tiburón en busca de dos cabosos.

Los atrapa con sus enormes brazos y la calva emergiendo del agua. La risa limpia y sonora y enseñando los dientes de ratón.  

Se oye una voz de hombre.

¿Qué traes, Cipriano?

¡La sirena por rabo!

Y Cipriano guiña un ojo a María.

Un arrocito amarillo con cabrilla me apetece.

Vale.

II

Si Miguel se ponía malito, malita se ponía Antoñita. Se Antoñita quería papas fritas y huevo frito, Miguelito quería papas fritas y huevo frito. Si uno quería bañarse en el patio, la otra también. Si a ella le apetecía por la tarde otro bocadillo de plátano y dulce guayabo, el otro corría en seguida a por el suyo. Unidos. Y se peleaban. Claro. Y lloraba uno y la otra reía. O lloraban los dos. O reían los dos.

Pero a Cipriano bromas las justas.

Pero Cipriano no pegaba, ni gritaba, solo ponía cara de tiburón blanco. Punto.

III

Una casa ruinosa, pero casa. Hogar. Grande para cuatro personas. Tan grande la casa que lo mocosos se perdían en ella y, en la otra, a la que llamaban “casa vieja”, pasaban las horas y se metían en habitaciones oscuras, frías, silenciosas, con muebles y espejos y platos y vasos y algo de mantelería. El cuadro con el rostro de una mujer gorda y que miraba a disgusto ya no imprimía respeto. Si acaso curiosidad.

IV

María se pone mala. Malita. Cipriano es fuerte pero no tanto. No se imagina que mañana ella no esté ahí para obligarle un día más a firmar en el papel. No imagina comer sin ella. No imagina, claro que no imagina, entrar al muelle con el barco y no ver a María al lado del chorro o con Miguel y Antoñita en la orilla de la playa.

Algo dice el médico que Cipriano envejece veinte años, o más, de golpe. Y luego lo de “no hay cura”. Está muerto pero se hace el vivo.

A María alguien se lo cuenta y ella hace como que no sabe. Pero sabe más que Cipriano.

Miguel y Antoñita se pelean, juegan, estudian, hacen los deberes, besan a abuela, besan a tía, pasean de la mano de tío Vicente y llegan hasta una avenida con hoteles y luces y tiendas y unas piscinas que parecen más grandes que toda la mar.

María despierta a Cipriano todas las madrugadas.

A pescar, gandul.

V

Así hasta que el dolor se adueña de los ojos. Y ese es el final.

Piensa María que siempre sucede así.

Si el dolor se mete en los ojos la cosa es seria.

Ella una mañana se pone en pie y coge la escoba y barre. Y se mete en la cocina y hace la comida. Y pone la radio y escucha algo de música en Radio Nacional de España. Y come con apetito acompañando a Cipriano y con los niños que ahora comen, que ahora no. Y habla y hace planes para antes de que se vaya septiembre.

Nos vamos allí, y luego allá, y lo primero pasamos a ver el Cristo.

Y el sábado, porque es sábado, se consume con luz.

Pero después de comer María se echó en la cama y ya no volvió a levantarse.

Poco a poco los ojos se cerraban y se hacían pequeños. Aquellos ojos grandes, negros. Ahora no son ojos. Son hoyos.

María se muere sin molestar. Se le va el aire y la cara se pone blanca y la boca un poco abierta, pero no mucho. Los hoyos casi cerrados del todo. Boca arriba. ¿Quedan en esa posición todos los que cuando mueren en una cama?

VI

Un negro absoluto entra sin avisar. Es una noche que hace arañazos y embrutece a Miguel, vuelve invisible a Antoñita. Cipriano agacha la cabeza, los codos en las rodillas, el labio inferior colgando. No piensa.

La casa se llena de gente. Pesares, silencios, habladurías. Susurros que hacen más destrozos que un viento palmero.

Todo cambia.

Una casa por donde no pasan las estaciones tiene pinta de tumba.

Se queda tan vacía aunque los ojos y las bocas y los cuerpos se muevan de aquí para allá.

¿Verdad?

 

 

 


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