Tarde de Asesinos

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La tarde olía a perdición. Arriba, en el cielo oscuro, las nubes se arrebujaban con la lentitud y el misterio de un esperpento heleno que, por detrás, se formaba silencioso, listo para devorarlo todo en medio de los vapores de un volcán infernal.

—Tendré que lavarlo y enterrarlo en el patio trasero cuando termine—dijo la chica con indiferencia, al tiempo que sacaba un cuchillo de carnicero de una de las gavetas de la cocina.

—Claro —le respondió el muchacho—. Por procedimiento —y encendió un cigarrillo.

Gotitas de agua caían sobre la acera; un olor a humedad se apoderó del barrio; enseguida, un ventarrón sacudió los árboles y la lluvia comenzó a golpear con fuerza el techo del cuartucho.

—Se lo merecía —dijo la chica, que comenzó a cortar el cadáver de su cofrade y a quien la dirigencia de la Cofradía castigaba por su insolencia; le partía el esternón por la mitad—. No soportaba más su carácter reaccionario. Hablaba de un cristianismo que nadie conoce, el del “nosotros o ellos”. No es que me importara lo que pensara, pero era un puto talibán fundamentalista. Imagínate que una vez me quiso violar en el nombre de Dios.

—No pienso lo mismo —respondió el muchacho, quien no se movía ni un milímetro de su acomodo, jugando con unos cerillos—. Creo que era un gran hombre; incluso aprendí mucho de él acerca de la justicia y del mundo. Me gustaba su teoría del reemplazo étnico y religioso en contra del hombre caucásico y lo de la imposición del “nuevo orden mundial” por medio de la vacunación y el virus. Pero aceptémoslo, sus argumentos eran débiles y no poseían ningún fundamento científico; su única “fuente verdadera” eran unos ridículos posts de foros de ultraderecha, vídeos de Youtube e hilos de Twitter, normalmente fabricados por gente repudiada con apodos tales como “Sorogay” y “Aynradiano”. Era un descocado. A todas luces aquello era un cuento de niños para gente vieja. Sin embargo, no puedo negar que me fue bastante útil en los asuntos de la política. Tenía arrastre. Por desgracia, era un bocón y su cabeza, peligrosa. Al final, terminó apuntando mal sus misiles. El Santo no se lo perdonó.

—¿Sus misiles? —dijo la chica levantando el entrecejo, en tanto que arrancaba la lengua de la faringe—. Era un puto enfermo mental.

»Pero helo aquí, a mi cristianibán —siguió la chica acariciándole el abdomen—, preparado para la Comunión, muy a sabiendas de que resucitará en los últimos días. Como él mismo diría:  ‘Tu carne será una verdadera comida y tu sangre una verdadera bebida’.»

—Una metonimia fallida —dijo el muchacho, sereno—. Lo de la religiosidad nunca ha sido lo mío.

Un camión pisó el charco que estaba en medio de la calle y les pringó con agua sucia la puerta; las gotas grises la traspasaron y le salpicaron la cara al muchacho.

—¡Demonios! —gritó—. ¡Juro que si veo a ese chófer idiota lo mato!

—No es su culpa —dijo la chica, sardónica, aserrando un hueso—. En todo caso, el culpable es el alcalde. Ese agujero de mierda tiene al menos una década de estar ahí, rompiendo ruedas, esféricas y, por supuesto, mi puerta. Habrá al menos unas mil denuncias. Al alcalde le sopla. A ver si tienes los huevos de matarlo. Ah, espera, déjame ver, ¿acaso no es miembro de tu partido de follausanos?

—Al demonio —dijo el muchacho, escupiendo una cola de tabaco, por primera vez sonsacado, como ofendido—. Sí, lo es. Una cosa ten por seguro, no soy un idiota.

—Oh —suspiró con ironía la chica—. ¡Cagón!

—Cobarde, no —le respondió, con palabras bellamente articuladas—, ni pendejo. Tengo cerebro. Como podrás apreciar, el chófer es un don nadie, un miserable indefenso que ni siquiera podría defenderse si lo atacara. Una presa fácil y conveniente. En cambio, el alcalde tiene a una guardia móvil entera.

»No es que esto me intimide. Mas soy un hombre riguroso en cuanto apegarme a las leyes físicas de la Naturaleza. ¿Entiendes lo que digo? El vulgo lo llama “la vieja confiable": La ley del mínimo esfuerzo. Volvemos a lo mismo, ha sido el chófer el que me ha chispeado de mierda.»

La chica afiló el cuchillo en una banda de barbero, lo limpió con una toalla y raspó el mango de madera con un cepillo de hierro. Hizo una mirada ingenua. “Se me desliza de las manos por tanta sangre”

—Me gusta tu política —acabó diciendo la chica; recogía las partes del cuerpo desmembrado—. Me agrada que odies a los miserables, a los débiles, a los pobres de espíritu, a los estúpidos, a los ninis, a los pedigüeños, a los buscavidas, a los paguitas, a los que se dejan engañar por cantos de sirena, a la chusma borrega que grita por líderes que lo primero que harán es dejarlos sin seguro social, sin vejez y sin pensiones. Me fascina ver cómo los enchulas y luego los exprimes hasta sacarles el último aliento. Sin piedad.  Como debe ser. ¿Cómo vas con tu diputación? Siguen los remeros detrás de ti.

—Muy bien —y carraspeando—. El Santo es un genio del crimen y se lo agradezco. Debo aclararte que mis esfuerzos políticos, dejando de lado este omnisciente poder, descansa en la soberana voluntad del pueblo, de esos “remeros” como tú lo llamas.  Con todo, me eligen y es mi obligación y deber atender su llamado. No hay placer ni ganancia política de por medio. ¿Ok?

—Aleja de mí tus complejos de moralista. Te conozco a ti y al Santo perfectamente—la chica tomó un pedazo de carne, del muslo, y lo aventó en una olla—. ¿Te apetece un poco? —preguntó.

El chico escondió el rostro, mas no pudo ocultar el gesto de humedecerse los labios con saliva.

—No, gracias —respondió, aventando un cerillo al aire, todavía sin moverse, conteniéndose—. Solo quisiera explicarte que en cuanto a lo moral, como me lo has hecho ver, te aseguro que no voy por ese camino dantesco e hipócrita. También es cierto que no es cuestión de saber si lo que hago está bien o está mal. Si esto o aquello está de acuerdo con el derecho o la razón. Porque, seamos sinceros, nadie sabe cómo funciona este Universo. Todo es relativo. Lo que es bueno para mí, puede ser malo para ti. A un occidental le parecerá horrible sentarse a cagar en un asqueroso toilet turco y viceversa. A mí, por ejemplo, cuando se trata del sicariato, no me importa saber si la víctima es pobre o rica, tonta o inteligente, que tema o no a la muerte. Solo me importa saber que la quiero muerta, no por mi propio gusto sino que por mi propio deber.

—Bueno —dijo la chica, sorbiendo un poco de plasma—, debo decirte que no me dices nada nuevo.

—Lo que quiero decir es que mi finalidad como hombre no es moral, es más que todo determinista. Existo porque tengo que existir y si no existo, me inventan.

—Ah —dijo la chica—. Bonita frase. Bien rebuscada. Pero ya la había escuchado antes. ¿Acaso no la había dicho Voltaire, francmasón ilustre y ateo-panteísta?

—Por supuesto —le contestó el muchacho, ladeando la cabeza, ofuscado.

—Mira, querido —agregó la chica—. Tú no tienes la culpa. Ellos se lo buscan.

Con paciencia y hasta con cierta virtud, encendió la estufa, cogió una botella de aceite de palma y la derramó en la olla. Se preparaba un exquisito estofado.

—Tampoco creo que sea su culpa —dijo el muchacho, arreglándose las mangas de la camisa—. Te puedo asegurar que en lo concerniente a los actos de conducta de la sociedad per se tampoco son libres ni conscientes, aunque la sociedad crea que lo son; están predeterminados, como en un cliché, porque esta sociedad aplaudirá a cualquier cosa que satisfaga sus ansias de ganar la causa, sea esta justa o no. Hará todo lo posible por apartar la verdad, no porque no quiera verla ni escucharla, sino porque cree que ella está en poder de la verdad y de la libertad; hasta justificará mi proceder y dirá que así debe ser porque el mundo es perfecto tal como es. No importa que mate a uno o a miles, no se puede remediar. Terminará justificándome para justificarse a sí misma. Si se les dijera a los miembros de esta sociedad torcida: “¿Qué prefieren que haga con estos recursos? ¿Repartirlos entre todos ustedes a partes iguales o se los doy al más fuerte para que luego ustedes le mendiguen?” Créeme, se decantaran por lo segundo. No lo dudes.

—Soy un atajo de imbéciles, por lo bajo —dijo la chica, mientras daba vuelta a la sopa con una enorme cuchara—. Se merecen lo que tienen, lo que sufren, toda la mierda que tragan y tragarán en toda su puta vida. Dan un puto asco. Por eso siento satisfacción por el objetivo cumplido de esta tarde.

Al decir esto, probó el caldo con cuidado sorbo, sacó un pedazo de carne de la olla y lo masticó con una voracidad fatal.

—¿Lo dices como si lo hubieras asesinado por placer? —preguntó el muchacho, con tono ingenuo, como si hubiera caído en su propia trampa filosófica.

—¿Pero qué dices! —le dijo la chica riendo a carcajadas, atragantándose—. Simplemente seguí órdenes. Las órdenes del Santo. Fui un arma, un instrumento. ¿Las cosas no sienten, verdad?

—No, no lo hacen —respondió sorprendido.

—Ahí lo tienes —dijo la chica con voz de triunfo.

El muchacho apagó los ojos. ¿Con qué naturalidad había caído derrotado?

—¡Vamos! —dijo la chica—. Déjate de cosas, ven y prueba este caldo.

—Lo que dices no es cierto —le rebatió bien serio el muchacho; sus ojos buscaban asirse de algo de luz—. Por la forma en que te comportas ahora, sé que me mientes. Lo sé porque al principio yo lo hacía por dinero y luego también por placer, como tú. Sólo el pasar del tiempo pudo desvelarme una gran verdad: realmente no lo hacía por ninguna de las dos cosas. No era el dinero. Tampoco el placer. Era mi propio destino el que me obligaba. Cada vez que apretaba el gatillo, apuñalaba con el filo o introducía una ley que derogara lo único que los podía llevar a tener una vida decente y digna, sentía que aquello era un justo accionar, mi justo deber. ¿Entiendes lo que quiero decir cuando hablo del “deber”?

—Los imperativos de Kant —dijo la chica al tiempo que envolvía un trozo de carne en una tortilla de maíz—. Lo recuerdo de la universidad. También fue él quien me llevó por la buena senda de la Cofradía del Sicariato, auxiliado por la mano del Santo Vicente.

—Correcto —dijo el chico, limpiándose los labios, como azuzado—. A todos nos ha reclutado el Santo para que disfrutáramos de la luz de su conocimiento y de la fraternidad de la Cofradía. Pero yo no me uní por necesidad social o de agrupación. Lo hice porque comprendí que era lo correcto de hacer para alcanzar el buen funcionamiento de la Naturaleza. Mi sola conciencia me lo dictaba. Mi juicio, en ese sentido, era autónomo. Me di cuenta de que mi tarea no estaba por encima de cualquier moral o de cualquier tipo de derecho, sino que, al contrario, sucedía que ésta, cuanto más alta, mejor y mayor representaba la rectitud, la ecuanimidad y el equilibrio de éstas. Supe que, cuando mataba, lo hacía de acuerdo con la tradición, las virtudes y la responsabilidad del Hombre y del Universo. No cometía ningún delito, al contrario, cumplía una función de balance social necesario. Los hechos de los hombres desde la Antigüedad hasta el vivo presente me justifican.

—¡Aleluya! —exclamó la chica, pegando unos golpes de alegría en la mesa—. Aparte de político asesino, poeta, y hasta profeta.

—La poesía y la profecía están sobrevaloradas —dijo el muchacho, molesto, sintiéndose ridiculizado—. Filósofo y padre de la patria, por favor —la desdijo con gran formalidad.

La lluvia tronaba sobre el frágil techo. De repente, un silencio sospechoso se apoderó del habitáculo. La chica fijó sus ojos en él, y no parpadeó ni por un segundo. Él tampoco los apartaba. El estomago le comenzó a rugir.  Sus miradas se cruzaron.  

—Sin ofender, querido. ¿A qué has venido? —preguntó finalmente la chica.

—Creo que decírtelo estaría demás —le contestó—. Ya lo sabes. Como Newton: “Cuando toca, toca”.

La chica dejó de comer, puso de lado el hueso despellejado y elevó el cuchillo a la altura del rostro. La luz, tenue, golpeaba el metal del que salían brillos espontáneos de estrella.

—Supongo que ha llegado la hora de recitar mis oraciones —dijo como resignada; su rostro iba iluminándose.

—Supongo que sí —le contestó el muchacho, sacándose una pistola de la parte de atrás del pantalón.

La chica por fin salió de la cocina. Se apostó frente a él. Lamió la hoja del cuchillo de carnicero.

—Solo me acosa una duda —dijo.

—Pregunta lo que quieras.

La chica levantó el cuchillo y lo clavó en el hombro al muchacho, quien se mantuvo inmóvil. Corrientes de plasma explotaron por todo el cuarto.

—¿Qué pensará Sócrates y Kant sobre esto, estúpido pedante?

El muchacho guardó su pistola en la cintura; se peinó el pelo; lo tenía manchado de su propia sangre. Se arrancó el cuchillo y lo colocó a la altura del pecho. La chica reía tanto que el rímel se le había descorrido.

—Escucha —dijo el muchacho—. Quiero que sepas que no hago excepciones. Mi conciencia del deber está muy por arriba de las cuestiones personales.

—Tu conciencia del deber, eh, nazi hijo de puta —le espetó la chica, escupiéndole en las mejillas.

Y se echó a reír a carcajadas como una posesa mientras le sacaba el dedo medio.

—Ahora me doy cuenta de que el Mundo es un lugar letal para los idiotas como yo —añadió con un deje de resentimiento; veía cómo el filo se le acercaba—. Sabes, en el fondo, me gustabas. Puedo incluso decir que te amaba. Me hubiera comido un buen filete contigo.

—Amarme? —le respondió el muchacho con aire de sorpresa, pero sin perder la circunspección—. El “amor”, esa palabra que sólo existe en el cerebro de los románticos y de los que no tienen más fortaleza e ingenio que apegarse férreamente al destino de otros. Es una vergüenza que se haya construido toda una civilización sobre tan infame palabra. Dices que me “amas”, ¿a cuenta de qué? ¿Porque soy atractivo? ¿O porque me tienes miedo? ¿Pero dónde estaba tu amor cuando destazabas al cristianibán? Asúmelo: tu “amor” es una farsa. .

»De hecho, en toda la extensión del Universo no existe ni ha existido jamás tal sentimiento. Si escudriñas las leyes que describen su funcionamiento, no encontrarás jamás una tan sola energía o acción que resulte en la “ley del amor”. Las cosas son inevitables por sí mismas, sin que nada ni nadie tenga poder sobre ellas. La manzana cae porque tiene que caer. Lo único que puedo hacer al respecto es decir que existe una "fuerza" que se llama “gravedad” que la atrae. Pero no puedo evitar que ocurra. Ni la misma gravedad sabe que existe. A la descripción inexacta que hacemos de esa inevitabilidad le llamamos “ley”, ciencia, conocimiento racional, sistemático, verificable y falible. No hay tal cosa como el “amor”. En los animales como tú y yo, a esa inevitabilidad le llamamos instinto de supervivencia, intereses comunes y afinidad. No encontrarás más.»

—Muy bien jugado —dijo la chica, aplaudiendo—. ¿Y qué? ¿Ahora me aplicarás el principio de no dejar evidencias ni testigos?

—A pesar de mi gran discurso, ¿no lo entiendes todavía?

La chica no pudo terminar de reír cuando el muchacho le cortó la cabeza de cuajo. Éste cogió el cuerpo en el aire, pegó su boca en el cuello despejado y comenzó a beber de su sangre. Las quijadas de la chica seguían moviéndose.

Tras dos horas de regadío, paró de llover. El titán griego se había disipado en el firmamento y un sol maravilloso se plantó a lo largo de las calles del barrio, con tal animosidad, que golpeó de lleno el rostro del muchacho. Un automóvil cayó en el bache y lo asustó; el dueño bramó de ira porque se dio cuenta de que se le habían quebrado las tijeras. El muchacho blanqueó los ojos. Mientras seguía cocinando el guiso, imbuido en los secretos de la filosofía política en aquella fatídica tarde de asesinos, se dijo que la chica tenía razón en dos cosas; la primera, que el alcalde era un hijo de puta tironucable, y la segunda, que no se podía negar que la carne estaba exquisita.


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