El acantilado

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Va la chiquilla y se tira por un acantilado. No deja mensaje en el Facebook. Porque tenía un perfil en el Facebook. No deja una nota a los padres. Ella solo se ha tirado por ese acantilado donde muchas otras veces lo hicieron borrachos, deprimidos, enamorados incomprendidos, parados, corruptos a punto de entrar en el trullo. Gente así. Pero ella. Sus padres se preguntaban por qué. ¿Por qué nuestra hija?, se preguntan. Una y otra vez.
Invierno.
Han pasado tres años.
Fue tal día como hoy hace tres años. Más frío entonces. Mucho más frío. Pero es invierno y hay que estar abrigado en el exterior. Por fuera de la casa esperan la llegada del taxi que trae a Juan. Viene por Navidad, como el turrón, o como el cava o el champán que nunca le han gustado, y cuando hay que brindar, se moja los labios y a otra cosa: los polvorones, por ejemplo; eso sí. Juan ya está aquí. En un par de minutos llegará nuestro hijo.
Juan tiene veintitrés años. Es como su padre. Igualito. La madre lo besa y lo besa y lo abraza fuerte y llora, la madre; y el hijo le dice te quiero, hueles muy bien, estás muy guapa. Y lo dice de veras. Juan es un buen hijo. Hijo y padre se abrazan. El padre llora, pero conteniendo las ganas de hacer lo mismo que ha hecho la madre hace un instante. Te veo bien, dice el padre. Estás genial, papá.
En el cementerio pusieron flores en la tumba de Conchi. La madre pone flores todas las semanas. Era muy guapa y muy cariñosa y muy inteligente, mi niña querida; así habla la madre abrazándose a Juan.
Pero la niña se tiró al vacío por algo. Eso seguro. No pudo ser un impulso así, ¡ala!, me tiro y a tomar por culo todo. No. Ella no.
Juan estaba más callado de lo habitual. Aseguró que había tenido un vuelo malo, y mala noche. Mejor me acuesto y descanso. Comer había comido bien, como siempre. Juan y el padre dispuestos a dar buena cuenta de la extraordinaria mano de mamá en la cocina. Y el sobrepeso. Los cinco quilos de más.
Luego bajo y seguimos hablando, dijo Juan. Beso a mamá y mano que despeina al padre.
Me gusta estar en casa.
Fue un ruido seco, poderoso. Se apoderó de la casa.
Teodoro se despertó sin mover el cuerpo. Ojos abiertos, y en ellos el blanco del horror. 

El despertador marcaba las cuatro y veinticinco de la madrugada. El silencio traía frío. Por qué pensó en la niña, no lo sabía. Por qué la vio caer y llorar, no lo sabía. Por qué ni una sola imagen de ella corriendo en el parque, riendo por la casa, nada. Y luego él. Juan. El ruido.
Oh, dijo cerrando los ojos.
No había por qué despertar a la madre. Mejor el tormento con los ojos cerrados.
Pero ya sudaba.
Invierno.

 


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