Hoy me he levantado con un picor de garganta muy molesto que parece anunciar un trancazo. Mejor bajo a la farmacia y que me den algo, porque si decido ir al médico, sabe Dios qué fecha me darán.
Pilar, en su farmacia, habla con los clientes a los que no les escatima ni una sonrisa ni un buen consejo.
?Mira, me ha dicho. Te tomas una de estas pastillas efervescentes con sabor a limón cada ocho horas y te sentirás más aliviado. Y ya que estás aquí, ¿hace cuánto no te tomas la tensión?
Pilar me interroga entornando sus ojos verdes.
?Vaaaale, le respondo.
De pronto le viene a la memoria una conversación que tuvimos hace tiempo.
?¿Todavía quieres escribir un relato ambientado en una farmacia? Pues tengo algo que contarte. Pasa a la rebotica. Siéntate. Luego te tomo la tensión. Ahora escucha.
Muy obediente tomo asiento y espero que me cuente
?Hace unos años, cuando abrí el establecimiento, acostumbraba a venir un curioso personaje muy digno de ser inmortalizado en un escrito. Era un hombre mayor, educado y vestido con uniforme castrense y con todos los galardones que había recibido en su vida en activo. Bajo el brazo llevaba un libro grueso, de cuidada encuadernación, con un título sorprendente:
«Tratado de la guerra bacteriológica y química»
Solía acudir los viernes por la tarde y lo acompañaba un hombre más joven que siempre se quedaba fuera esperándolo. Supe que se trataba de su hijo quien escoltaba al militar en sus salidas de la residencia en la que vivía. El pobre anciano no hacía ningún daño. Hablaba siempre con una exquisita corrección de las maniobras, de la logística y de los suministros. Al final de la conversación me pedía unas cuantas bolsas de Ricola. Pagaba y se marchaba. Averigüé que los caramelos eran repartidos por él en la residencia como medida preventiva ante un ataque nuclear. Pobre hombre. Buena cabeza no, pero sí buen corazón.
Un día entró un cincuentón con algún problema para «cumplir con la parienta» según confesó. Iba a ser su aniversario de boda y quería lucirse ese día. Por ello me pedía «Bisagra». Le dispensé lo que me solicitaba y le deseé lo mejor. No debió leer lo que el prospecto del Viagra detallaba, porque a los pocos días entró en la farmacia desolado.
?¡Vaya gripazo me ha costado la «Bisagra»!
El hombre se había tomado una dosis con el ánimo de poner a prueba el fármaco después de la comida a la que habían sido invitados muchos parientes. Cumpliría con su mujer en la siesta.
Algo no salió como debía. Su órgano empezó a crecer momentos antes de meterse en la piscina. Llevaba un traje de baño más bien pequeño que en ningún caso disimulaba aquel engrosamiento tan impúdico. Decidió no salir del agua confiando que esa parte de su anatomía volviera a unas dimensiones decorosas. No lo consiguió durante horas. Sus familiares le conminaban a que saliera del agua y comiera con ellos, pero él argumentaba que «está muy fresquita y muy rica» y que seguiría allí. Total que acabó sin comer, con un gripazo de cuidado y además sin…
Rocío trabaja con Pilar. Siempre tan encantadora, me ha envuelto la caja de las pastillas efervescentes con sabor a limón con toda amabilidad y destreza mientras me cuenta:
?En la botica me han pedido muchas cosas: bicarboniato, esparatrapo, aspirinas fluorescentes, agua exagerada, locutorio para enjuagues bucales e incluso Fernandol. Ha habido quien me ha rogado que le cambiara los supositorios por algo que no supiera tan mal…
He salido de la farmacia sin tomarme la tensión, pero con una amplia sonrisa en los labios.
Gracias, Pilar. Gracias, Rocío.
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