LA TIENDA DE LOS SOMBREROS

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Vicente Robles era un representante de una empresa que fabricaba objetos de regalo que en aquel momento se disponía ir a visitar a un nuevo comercio dedicado a la venta de dichos artículos que se había instalado desde hacía poco tiempo en una calle adyacente del conflictivo barrio barcelonés El Raval para ofrecerle sus servicios.

Sin embargo Vicente no se había percatado que a escasos metros de aquel lugar había una tienda de sombreros llamada "CASA RUBIT" que ostentaba una fachada añeja; con una puerta marrón que mostraba unos sofisticados arabescos pertenecientes a una época ya fenecida, y con un gran escaparate en el que se exhibía aquella singular prenda en distintos modelos, la cual al parcer había sido fundada en el año 1.885 y que le prestaba a aquella zona un matiz de una solera tradicional. De manera que cuando el representante terminó su quehacer e iba en busca de su coche reparó al fin en aquella sombrebería y se detuvo con curiosidad para mirar el escaparate mientras se preguntaba con un condescendiente esceptismo: "¿Quién comprará hoy en día estos sombreros? Ahora casi todo el mundo lleva la cabeza descubierta. Solo algunas personas de cierta edad que se han quedado rezagadas en el pasado. Por eso mismo que esta tienda poca recaudación hará".

Vicente se hallaba mirando aquellos sombreros, cuando le llamó poderosamente la atención la cabeza de un maniquí que llevaba puesto un sombrero de color gris y de ala ancha como los que había usado su abuelo años atrás. Mas lo que al hombre le impactó sobremanera no era el sombrero que llevaba en la cabeza dicho maniquí, sino la insólita expresión de terror, de pasmo que se refejaba en los vidriosos ojos de este. Vicente consideró que era de muy mal gusto mostrar al público aquella cabeza; con toda seguridad los dueños de aquel establecimiento debían de ser gente poco escrupulosa  y no se habían fijado en la mala impresión que pudiera causar al público la mirada de aquel rostro.

El representante decidió pasar por alto aquella visión y siguió su camino mientras se esforzaba en pensar que gracias a él; a su peculiar don de gentes su empresa había conseguido un nuevo cliente.

 Por otra parte, aquella noche Vicente Robles  y su mujer Rosaura, que era un matrimonio sin hijos, había invitado a cenar en su hogar en señal de agradecimiento al amigo de la infancia del representante Pedro Costa y a su rubia mujer Mercedes, el cual era un inquieto ejecutivo de la empresa en la que trabajaba Vicente, y había sido quien había influido en la directiva para que aceptaran los servicios de éste.

Como es de imaginar en la reunión gravitó una agradable atmósfera de cordialidad, sobre todo suscitada por la buena cena con que Rosaura había obsequiado a los invitados. Se comentó de un modo distendido el carácter del personal de la empresa, se habló de viajes, y cuando todo hubo acabado el matrimonio Robles se apresuró a recoger la vajila así como los restos de la comida, y en el hogar como siempre ocurre en estos casos reinó un extraño halo de melancolía envuelto en un denso silencio.

  Fue entonces cuando de súbito a Vicente le acometió con fuerza el recuerdo de la insólita expresión de terror del maniquí que había visto en el escaparate de aquella tienda de sombreros. En su imaginación el hombre creyó que los espantosos ojos abiertos de aquella cabeza se habían fijado en él, por lo que se sintió turbado y se sentó en un sillón del comedor.

- ¿Qué te ocurre? ¿No te encuentras bien? - le preguntó Rosaura con preocupación.

- Oh, sí. No es nada. Es que me ha perturbado una tontería sin importancia. Ya sabes que a veces nos asaltan  pensamientos vanos que son tan molestos como un moscardón pero que no tienen ningún fundamento. Es algo que hoy he visto en la calle.

- Ah...  Bueno. Pues tómate un calmante y vayamos a dormir que mañana tenemos que madrugar- le dijo su mujer.

Pero al día siguiente Vicente estaba muy obsesionado con la visión de la espeluznante cabeza. Así que cuando salió de la oficina a las siete de la tarde, como impulsado por un resorte se dirigió al lugar de aquella tienda de los sombreros, y efectivamente en el escaparate volvió a ver la cabeza. Lo chocante fue que la expresión del maniquí había cambiado ligeramente. ¿O se lo parecía a él? Pese a que sus ojos seguían con la misma terrorífica mirada, en la comisura de su boca se había formado un desagradable rictus que antes no estaba. Era algo imperceptile que había modificado la expresión de aquel rostro que a Vicente le causó una honda impresión.

Dos días después el representante, volvió al callejón donde estaba la tienda de sombreros con la esperanza de que hubiesen quitado aquel horrible maniquí, ya que éste de una manera inexplicable ejercía una poderosa influencia en su ánimo. Pero allí seguía. Y para la sorpresa de Vicente, aquel desagradable rictus en la comisura de sus labios se había acentuado todavía más. Por otra parte aquellos ojos estaban tan abiertos que parecía que quisiesen salir de sus órbitas. ¿Qué estaba pasando? ¿Era aquello era una broma macabra de los dueños del local?

Decidió no volver a pasar por aquella calle ya que sentía pánico de volver a ver la horrible cabeza del maniquí. Mas al cabo de un par de semanas de aquella rara experiencia el jefe de personal de su empresa instó a Vicente a que hiciese una visita de cortesía al comercio dedicado a la venta de artículos de regalo, por lo que el representante no tuvo más remedio que volver a pasar por delante de aqulla antigua tienda.

Pero ahora la cabeza del maniquí se había convertido casi en una horrible y putrefacta calavera con los ojos desorbitados. Aquello sin duda era una locura. ¿Qué debía hacer? ¿Llamar a la Policía? Sin embargo llevado por una morbosa curiosidad Vicente se adentró en aquel comercio, y al moento salió a atenderle un hombre alto, de cabello blanco y con una solícita mirada el cual le inquirió con toda naturalidad:

- ¿Qué desea usted?

A Vicente casi que no le salian las palabras, y al fin balbució:

- ¿Qué es esta cabeza que está en el escaparate?

-Ah. ¿Desea el sombrero que lleva la cabeza del maniquí? - dijo el dependiente.

- No... Yo...

- Ya comprendo.

Seguidamente el misterioso dependiente sacó una hacha de debajo del mostrador, y se abalanzó con fiereza contra Vicente, que no estuvo a tiempo de esquivar el ataque.

Unos días después  todo el mundo hablaba de la extraña desaparición de aquel representante. Pero un empleado de la empresa de Vicente que pasaba casualmente por aquella calle en la que había la tienda de los sombreros, se fijó con atención en la cabeza del maniquí que exibía un sombrero en el escaparate, y reconoció al anterior representante.

 


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