SEIMOUR

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Seimour era el hombre más serio que conocía. Criado en una solitaria granja de ovejas en la parte oeste del pueblo, al filo de un acantilado, había amasado su fortuna por un golpe de suerte.

Un día en el que su padre se había acercado al pueblo para cambiar algunos víveres, Seimour se había quedado al mando de la granja. Al ser el primogénito de la familia, su padre había puesto mucho hincapìé en su crianza como sucesor de la granja. Tras él, su hermana Maggie se esmeraba por ayudar a su madre en el hogar, interiorizando poco a poco lo que sería su futuro. Mientras tanto, los mellizos Lucy y Arnold, de tres años, comenzaban a realizar pequeñas tareas para no molestar de más. “Lucy, controla el fuego” y “Arnold, trae más leña” podían escucharse en la pequeña cabaña junto a la granja alrededor de diez veces al día.

Seimour era más listo que sus hermanos. Parecía ser el único que se daba cuenta de su realidad.

Cada labor cotidiana que realizaran, cada oveja esquilada, cada fuego avivado o cada calcetín zurcido contribuía a que el día a día fuera más llevadero, a soportarlo con relativa fortuna. Pero, al mismo tiempo, cada una de esas acciones sembraba en su futuro una traba más, un nuevo impedimento que hacía que los años siguieran pasando en aquella granja, sin posibilidad de medrar o labrarse un mañana diferente, más respetado en el pueblo, donde los caballos no transportaban alforjas de heno, sino a personas impolutamente vestidas.

Seimour era el único de la casa que se daba cuenta de ello, por lo que normalmente trabajaba en la granja de mal grado. Pero aquel día se alegró de su destino.

Como de costumbre, Seimour se levantó a las cuatro de la mañana para preparar a las ovejas. La práctica hacía que su trabajo rutinario pareciese sencillo. No obstante, debía esmerarse cada día en elaborar las tareas con sumo cuidado. Desde que apenas me mantenía en pie y comenzó a dar sus primero pasos, había acompañado a su padre en las tareas de la granja.

En primer lugar, nada más levantarse, debía limpiar el heno para servir a las ovejas el desayuno. Como le recordaba su padre cada día, era importante que la granja estuviese limpia al comenzar su labor, puesto que, de lo contrario, las ovejas no sabrían cuál era su lugar y el caos generado podría hacer que se negasen a comer y no produjesen la leche normal.

La entrega del desayuno tenía que hacerla por partes, ya que primero servía a las ovejas más viejas. Durante este tiempo, aprovechaba para ordeñar a las jóvenes.

- ¡Margarita, estate quieta de una santa vez! -se le oía decir con frecuencia.

Tras el desayuno, Seimour debía limpiar el lugar en el que las ovejas habían estado: recoger el heno sobrante y apilarlo de nuevo, barrer las boñigas generadas tras la matutina ingesta y, lo más importante... ¡elaborar el queso!

Tras la ordeña, Seimour esterilizaba la leche y la metía en frascos para que su madre la vendiese esa mañana en el pueblo. Toda salvo una décima parte de la producción diaria, con la que elaboraba queso. Después, lo guardaba en la despensa para que el queso se curase hasta la fiesta de primavera, cuando acudían comerciantes y curiosos de la comarca a vender y comprar diferentes productos.

Todo esto antes de las seis, cuando su padre hacía inspección de la granja y se cercioraba de que Seimour había cumplido una vez más sus tareas, como de costumbre. Como si no tuviera otra opción. “Bien, nos vamos”, se limitaba a decir su padre, tras lo que cogía el zurrón y se llevaba a su hijo y al resto del rebaño a pastorear los montes aledaños hasta que el sol se pusiese.

Tenía que, debía, habría de hacer... ¡estaba harto! “¿Cuándo va a cambiar mi suerte?”, se preguntaba cada mañana. A las cinco de la mañana... frente a Margarita. Pero ese día fue diferente.

- ¿Qué tienes en la boca, pequeña? -le preguntó a la tierna oveja, que balaba y masticaba un trozo de heno demasiado brillante.

En ese preciso instante, Seimour descubrió que su vida había cambiado para siempre. Tenía esperanza, una posibilidad. Metíó la mano en la boca de Margarita y halló una pepita de oro del tamaño de una avellana. ¿Cómo era posible? ¿Sería esta la oveja de los huevos de oro?

Después de ese momento, los paseos de Seimour junto a sus ovejas por el monte se limitó a seguir a Margarita. Pasto, hierba, ovejas, boñigas, balidos... nada. Así durante tres meses, hasta que al fin descubrió una gruta junto a la que Margarita solía bajar para beber agua. Y allí lo vio, un filón.

Una oquedad de tierra perfectamente excavada por el agua, muy fina y sutil a la simple vista. La gruta era solo perceptible a mediodía, en las horas en que el sol está en lo alto del cielo, ya que es entonces cuando se percibe un leve destello. El resto del día, el brillo del oro se camuflaba al incidir los rayos inclinados sobre la hierba.

Durante tres años, Seimour estuvo excavando la roca todo lo que pudo y guardando en una gruta cercana lo que conseguía extraer con sus propias manos y un pico que le cabía en el cinturón, muy pequeño para que su padre no sospechase.

Así, con 16 años, Seimour contaba con una fortuna. El mismo día de su cumpleaños, se levantó, realizó sus tareas rutinarias como de costumbre, sin rechistar, y besó a su madre y hermanos muy cariñosamente. Incluso con un abrazo. “¡Qué contento está este hijo hoy! Le prepararé una buena cena”, pensó su madre.

Pero Seimour no llegó a comérsela. En su lugar, se marchó con el oro a la ciudad, donde consiguió un billete para Cairnville. Allí contrató a los mejores mineros, quienes le ayudaron a fundar una compañía minera sin que apareciese su nombre. Seimour, que hasta entonces se llamaba Allan y era granjero, pasó a ser Seimour Pober, el empresario.

A los 18 años, era rico y poseía la mayor empresa minera del país.

 

YARA MENDIA _ 612.irene@gmail.com


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