No es un relato que le gustara a cualquiera, pero el episodio implica un desafío a las potencias cosmológicas siempre prestas a utilizar a los humanos como sus peones.
Sentado frente a mi escritorio de roble barnizado, con mis fuerzas de juventud desgastadas, escribo esta historia de poderes superiores cuya regencia finalizaba con la angustiosa caída de los grandes de la Casa de Acuario; es, para ser precisos, un microrrelato dentro de un apólogo sin fin sobre una época en la que los cambios marcados por el destino de los grandes arcanos se manifestaba en la Tierra como el fin de frívolos ciclos y el comienzo de históricos momentos de convulsión, horror y gloria.
Cada 2,150 años, no necesariamente en paz, una Era Astrológica sucede a la otra, con la asunción de una de las doce Casas del Zodíaco y la toma del control de lo que nosotros los humanos llamamos el Universo. Enervada por su competencia, la Casa de Capricornio, ambiciosa e independiente, reclamaba su derecho a la Ascensión Recta del Mediocielo, que la Casa de Acuario se empeñaba en retrasar, por el “bien comunitario de la Humanidad”, lo que se traducía para la esfera terrestre en un período de continuación del orden, el equilibro y la armonía.
Como comandante de regimiento de la Nueva Federación, educado en el estudio de los astros y sus secretos, aquella sudorosa noche, sin embargo, lo que dominaba en los cielos eran sendas ráfagas de humo artillero que deprimían todavía más el ánimo de mis tropas. Lejos estaba aquel día en que el propio Uranus había bajado del cielo en su nave circular frente a los ojos de nuestras tropas, y nos insuflara de amor, entusiasmo y efectiva consumación con el poder de su azulado destello emanado de su superbo y venerable báculo.
Mis tropas y yo, en cambio hoy, estábamos debilitados por el estrés, las heridas, la muerte, las quejas y el hastío. La carga emocional de las miserias exacerbada por el teatro de la guerra superaban el límite de resistencia de lo humano. Nos sentíamos, como se sienten todos los hombres en la guerra, derrotados, furiosos, aunque no vencidos.
La conflagración habría comenzado cuando Enki, enviado por Saturno, regente de la Casa de Capricornio, pidió el fin de los tratados de los cálculos de domificación en vigor, acusando a Uranus de sobrerregular con normas que no agregaban valor alguno a la conducta de los hombres, impidiéndole expandir su conciencia, so pena de caer aprisionado por la casa precursora. Pedía a cambio, un nuevo cálculo, topocéntrico, fuera de los intereses humanos y más centrado en los problemas del Cosmos.
Uranus se opuso, y la negativa generó el estallido de la más grande, explosiva, convulsión demográfica, y la más espantosa e intestina guerra de la historia de los sectores terrestres, ahora consolidada mediante la firma de pactos y la formación de alianzas militares entre aliados y enemigos de cada uno de las Casas del Zodiaco.
La Casa de Capricornio, con Enki punteando desde los cielos, había compelido a los Patrones del Narco —agrupados en esos días en “Cárteles”, que luego se hicieron llamar “Secretariados”, cuyo poder representaba en la tierra la ambición e independencia social de Saturno—, a pelear contra los ejércitos coligados de la Federación, aliada de Uranus, que albergaba dentro de sí la médula de la civilización, la homogeneidad y el equilibrio.
La guerra librada fue tan intensa, cruenta y despiadada, que ambos bandos quedarían prácticamente aniquilados, emergiendo de aquella debacle un Nuevo Mundo, patético y salvaje, donde el propio poder de las Casas casi había desaparecido, así como el de los “Patrones”, vigente pero debilitado aún, y donde las líneas limítrofes entre países no existía más, las leyes formales como las constituciones y códigos dejarían de funcionar y nacerían de ellas pequeñas islas territoriales que lucharían a perpetuidad entre sí. En ellas, solo la sagrada voluntad del Toro Emese o Eitin emergía violenta y orgullosa como palabra de ley en lo que éstos llamaban la “Maciza Era de las Torones”.
Desconozco por qué comenzarían por llamarse a sí mismos “Shogunes” o cuándo se aplicarían para sí este término japonés que ahora inspira miedo, devastación y saqueo; he sabido por algunos ex miembros de los shogunatos del sur, que éstos guardan en su tradición que el nacimiento de su mara (tribu) ocurrió en un lugar del lejano norte boreal que llaman “Koreataun”, y que ubican en una zona etérea que llaman el “Gran Centro de Los Ángeles”.
Pero una leyenda que encontré de un escrito que alardeaba tener como fuente a una vieja red digital, alega que estos torones Emese o Eitin habían sido bandas errantes y comprometidas que alguna vez, antes de su entera incorporación a los regimientos de los Secretariados de los Patrones, sirvieron como módicos sicarios para realizar muertes por encargo y aterrorizar a los comerciantes y verduleros de antaño. Cómo llegaron a ser los amos de la tierra, francamente no lo sé. Pero sabía muy bien de su astucia y de su horrorosa violencia.
Una nueva orden había bajado del Mando Supremo: Uranus exigía que el regimiento bajo mi cargo expulsara del poblado novofederado de Ostión, sitiado desde hace tres semanas, a los hombres del ejército shogún jefeado por el torón Hommie Diablo. El poblado, cuya gran demarcación resultaba ser un gran premio para el temerario que lo conquistara, por desgracia, se hallaba enclavado entre dos shogunatos, (emese y eitin), y una secretaría, la del Patrón Méxica Vasconcelos, que había extendido su fuerza más allá de los mares.
Ostión había resistido gracias al odio que el jefe Hommie Diablo inspiraba a los shogunes eitin y el secretariado, que aprovecharon para debilitarlo y hacerse a la vez de su tierra y la de la Nueva Federación. Pero el jefe Hommie acabó siendo apoyado por su propio pueblo con tal fuerza, que en una soberbia demostración de amor y furia a sus dioses de la “Santa Mano”, “El Gatillero” y “El Bandera”, millares se hicieron quebrar el dedo meñique en las vísperas de una de sus sagradas celebraciones. El torón del shogunato eitin, apodado el Puppet, asombrado por tamaño arrojo, le mandó un obsequio al Hommie, que no era otra cosa que un oso de peluche con la leyenda de “El Man”. Aquello sellaba un pacto temporal de no agresión y la unión de ambas naciones para iniciar ataques conjuntos.
El shogun Hommie Diablo, feliz por esta revelación, un día antes de la batalla, había mandado a publicar la siguiente sentencia:
“La Nueva Federación pagará muy caro la grosería de haberse atrevido atacar al Torón Hommie Diablo. Juro por la Sacra Guadaña de la Santa Muerte y su eterno Vicario San Simón, que mañana por la noche sus aliados yacerán bajo un gran bulto de tierra. Hay pacto entre el shogunato eitin del Torón Puppet y el Torón Hommie. La misión: Pelarse al vato Roldán”.
El vato Roldán era yo, el comandante de las fuerzas novofederadas que resistían el ahora combinado ataque de los shogunes y el secretariado.
El Hommie Diablo planificó la batalla de tal manera de que ésta resultara breve. Justo a nuestro arribo, el Hommie se había replegado unas cuantas millas para abastecerse sin peligro de comida, municiones y dejar descansar, al menos por 24 horas, al único recurso militar que poseía: el ataque artillero, puesto que no poseía aviación alguna, que era exclusiva de los Patrones y la Nueva Federación. Sin embargo, los pueblos novofederados, al igual que los shogunes y secretariados, estaban tan alejados y eran tan numerosos que era imposible concentrar un ataque de auxilio realmente efectivo.
Sabía que el Hommie Diablo, desde la llanura, y cegado por su orgullo, se lanzaría a la ofensiva con un ataque de tanquetas y luego, simulando a los bárbaros de la antigüedad que tanto admiraba, lanzaría a sus escuadras de infantería a una muerte segura, si era necesario. “La fanfarronería era su mejor arma de ataque”.
Aunque en las ultimas décadas los poblados novofederados se habían amurallado, yo en cambio me arriesgué a salir del asedio y apostar a mis tropas afuera, a los pies del muro, en donde adoptaría la espantosa estrategia de desgaste de trincheras. Pegaría de frente, ¡pum!, y después correría de vuelta para esconderme. Era terrible por el alto costo humano, pero efectiva. Zanjeamos toda la noche y extendimos kilómetros de rollo de alambre de puás con la esperanza de que éste retrasaría a los hombres de a pie del Hommie, pero no a la tanquetas, que no hallábamos como detener de súbito. El ejército del poblado se encontraba compuesto sobre todo de hombres mal armados y cañones, y había sido su obstinación y la gracia de su ignorancia antes que los pertrechos militares los que les permitirían resistir hasta entonces.
Por la mañana, nos encontrábamos preparados para la batalla. Unos minutos antes, un cuadro mental se apostó frente a mis ojos: en él, dos grupos de imbéciles se molían la cara a bofetadas por una cuestión que no les incumbía en lo absoluto. Como era de esperar, aquel espejismo me dejó con la intranquila sensación de que ni a Uranus ni a Saturno parecía importarles la carnicería que se nos avecinaba.
El torón emese Hommie Diablo y el torón eitin Puppet, aunados por su odio a los novofederados, decidieron comenzar el barrido de hombres en la madrugada con la intervención de tanquetas sobre los campos alambrados durante la noche. Consiguieron que una gran mortandad y un tufo maldito se apoderarán de las trincheras. Muchos de mis soldados estaban aterrados y solían saltar del miedo y el llanto ante el ruido ensordecedor de los óbuses. Pero yo me mantenía con ellos, hombro a hombro, para mostrar fortaleza y coraje. Las alambradas no detuvieron a las tanquetas, tal como lo esperábamos, y sin embargo, contemplar aquel pronóstico hecho realidad, acabó por frustrar el humor de las tropas. Un sargento muy listo supo aprovechar nuestra debilidad y la utilizó en contra de los operadores de las tanquetas: confiadas, se sentían imparables, con el camino libre, adentrándose imprudentemente en nuestras posiciones bajo tierra, desde donde comenzamos a lanzarles granadas bajos los chasis, infligiéndoles un gran daño.
Aquello era insuficiente.
Mis hombres estaban desesperados. Las hordas del Hommie Diablo se nos abalanzaban una tras otra y sin piedad ahora que las tanquetas les habían dejado una limpia trayectoria por donde atacar. Desde las trincheras aparentaban ser innumerables.
La desesperación y el deseo de volver a los ordenes establecidos hizo que yo me irguiera como un campeón entre los míos. De pronto una gran sombra bajó de lo alto con la velocidad de un rayo y se apostó a mi lado. Era gigantesca, monstruosa y oscurísima. Supe luego que era Enki, listo para derribarme con su garrote siniestro.
No me detuve, pues al momento de saltar de la trinchera, pude observar como el irascible Enki era derribado por una colosal columna de nubes que lo empujaba hacia el suelo como en cámara lenta, y corrí de frente, disparando a mansalva, contra el enemigo, mientras mis soldados gritaban eufóricos el nombre de “¡Varsa, Varsa!”.
Lógicamente, los hombres del Hommie, envalentonados por la primera aparición de Enki, respondieron igualmente con alaridos de victoria; lograron reconocerme con facilidad y fui presa dócil de la mira de sus fusiles. Pero yo luchaba por mi honor, por mi juventud y por mi imbecibilidad. Era un asesino preciso y entrenado. Varsa, el segundo de Uranus, había bajado de las estrellas para ayudarme a luchar contra Enki, y al verme descubierto, alargó su bruma blanquecina sobre el campo que pronto fue disuelta por la acidez de la sombra de Enki.
Los cañones de las tanquetas se dirigieron hacia mí, y una unidad de shogunes me presentó oposición. Luego dos, cuatro, seis, ocho, diez shogunes, uno detrás del otro, descargaban sus armas hacia el espectro fraguado por Varsa de mi persona. Yo venía corriendo por el lado opuesto. Me hacía falta el tiempo. Derribé a los que me salieron al paso. Al penúltimo le pegué un tiro justo en el corazón y, en una maniobra atlética que me hizo volar por los aires, bajé de lo alto para ensartarle al último el cañón de mi fusil en la yugular. Un derrame de sangre caliente me salpicó en la boca; tenía un sabor ferroso, un sabor a vida arrebatada, a despojo servil, a mera recompensa. Sentí vergüenza de mí mismo.
Una bala me alcanzó el casco, arrojándome violentamente sobre la tierra, que vi rojiza, y de la que emanaba un horrible olor a putrefacción.
“Olor a necio”, me dije en un instante de claridad.
Seguía indemne. Las balas de cañón comenzaron a agujerear el suelo que pisaba. Pero su puntería era digna de un club de aficionados.
Los soldados, los mareros, el Puppet y el propio Hommie estaban desencajados del asombro. En cambio, yo lucía como un dios enfurecido que avanzaba implacable en medio de los destrozos, de la sangre, de los pedazos de carne, del ruido de los obuses y la munición de las metrallas.
Cogí una cabeza del piso y se la mostré a su ejército. Éstos retrocedieron de horror como cuando Atlas había respondido petrificándose del miedo ante un Perseo que sostenía indómito la cabeza de la célebre gorgona.
—Si el Gran Cimarrón Emese Hommie Diablo respetara los códigos de la mara, siendo tan bravo y fuerte como se presenta, al punto de hacerlos pelear en su nombre, que baje él mismo, ¡ahora!, y se enfrente conmigo —demandé, todavía con la testa del decapitado—. Invoco a la “Ley de un Juicio por Combate a 13 Minutos”.
Sabía que entre los shogunes emese existía una arcaica ley de guerra en sus Códigos, para ellos sagrada, en la que el enemigo, si se consideraba suficientemente fuerte como para derrotar al Torón, tenía el derecho a demostrar con su propia fuerza, por trece minutos, que era más fuerte que el más poderoso del shogun y por tanto se arrogaba el derecho a gobernar el shogunato sin remilgo alguno. El reglamento decía que el duelo podía hacerse en un mano a mano inerme o con armas.
Me había ganado su respeto. El silencio se apoderó de la zona.
—¡Qué tal tú! —dije señalando a un shogún. Éste se levantó de su posición y retrocedió por instinto hacia donde se encontraba el Hommie, quien le disparó con una chimba, su bastón real, una pistola hechiza que le había sido fabricada con tubos de acero bañados en oro.
“Cobarde”, dijo, escupiendo. El Hommie Diablo me hacía ver como un desequilibrado cuyas palabras no eran dignas de tomarse en cuenta.
Finalmente, empujado por la agria mirada del Puppet, el Hommie Diablo habló:
—Amigo novofederado, vienes aquí a insultarme frente a mis tropas y a pedirme, además, que me bata en un duelo. Tienes agallas. Pero recuerda que en la batalla, uno debe estar pendiente de lo que es suyo y no pelear aquellas que no soy suyas.
Los hombres que lo rodeaban lo aplaudieron con fuerza, pero el resto, así como el Puppet, guardó un absoluto silencio, bastante recriminador. Los primeros alzaron los fusiles y me apuntaron. Su técnica de divertimento y control les granjeaba un dominio absoluto sobre sus tropas. Solo un evento igual de supremo podía conmocionar aquellas mentes subordinadas.
—Esta es tu pelea, tu gran pelea, oh Líder Cimarrón Hommie Diablo, el irreemplazable momento para el que todo emese se ha preparado durante toda la vida —le contesté—. No puedes acobardarte frente a tu gente. Te colgarían aquí mismo.
Un murmullo recriminador se esparció a lo largo y ancho del sitio.
Vasar continuaba envolviendo con agresividad a la sombra de Enki, desatando con ello un enorme ciclón.
Los hombres del shogunato estaban inquietos, golpeados por el viento, el polvo y ahora la lluvia. De presto, uno de ellos gritó:
“Los emeses y eitin no se le cagan a nadie. Aceptamos tus condiciones si tú logras vencer al Hommie en trece minutos. Apretala, Hommie, apretala. ”
Esta sentencia se convirtió en un himno que los oídos del Hommie Diablo se negaban a escuchar. Consultó con sus capitanes; la presión de sus soldados aumentaba con cada minuto retrasado; un huracán de lluvia nos llenó de lodo la boca y los ojos a todos. El Hommie le dijo algo a los de su guardia personal. Uno de ellos corrió en sigilo hacia uno de los árboles cercanos, donde se apostó en la rama más alta. Era un francotirador que me apuntaba en el silencio y dispararía en el momento adecuado.
El Hommie Diablo, tatuado con símbolos esotéricos pasados de moda, claramente estaba fuera de forma, y no era más que un obeso mórbido que respiraba con dificultad y a quien le incomodaba todo lo que sucedía a su alrededor. Únicamente la comodidad de la silla le podía investir de seguridad y magna competencia. Fuera de ella, era como si hubiera salido expulsado al vacío por la súbita detonación de una burbuja. El Puppet reía a carcajadas, pero en sus ojos la ira desbordaba. Aquel duelo le parecía patético. Se reía de su propia humillación. Mandó a matar al francotirador.
“El Hommie Diablo tiene que respetar a la Mara y a los Códigos”, dijo, serio.
El Hommie bajó al improvisado ruedo. Sus mismos hombres reglamentaron el procedimiento del combate. En este Juicio, el Hommie tendría que conseguir la restitución del honor, heridos por los insultos vertidos por mí persona contra el honor del shogunato. Especificaron claramente que el objetivo consistía en matar al oponente, con lo cual se lograría la retribución del “honor dañado”, además de la “entrega sin condiciones de Ostión a manos del Shogunato”. Se le ofrecían trece minutos al Hommie para defender a los emese de las injurias del agresor. Para tal efecto, el duelo se celebraría con el uso de katanas. Si ganaba yo, el shogunato entero se retiraría, y no pondría un pie en Ostión.
Varsa continuaba luchando contra los intentos de Enki por derribarme y aventarme a través de los aires, por lo que el ciclón no dejaba de arreciar en una pelea titánica sin precedentes.
Empapado, cansado, harto de la hostilidad del Mundo y sus circunstancias, me aposté apretando la espada a dos manos frente al Hommie, que temblaba del frío.
El Hommie Diablo levantó la katana y me lanzó una recta de arriba abajo, con el desafortunado desenlace de que tiró las caderas a un lado y cayó redondo en el lodo.
Le puse la punta de la espada en la parte de atrás del cuello; lloraba clamando por clemencia y piedad.
Un murmullo de horror se escuchó en el fondo. Y luego una retahíla de disparos que llenaron el aire de pólvora.
El Puppet emergió de la negrura. Me arrebató la katana y se la ensartó al Hommie Diablo debajo de la barriga. Luego pidió a sus hombres que lo recogieran y que lo colgaran en la rama más alta del árbol.
“Nos retiramos”, me dijo. “Pero no gobernarás a este shogunato, puesto que quien lo ha matado he sido yo. Por trece años no habrá agresiones. Pero no esperes más clemencia de la que tú le has ofrecido al Hommie”.
Me hizo una seña con los dedos y se largó.
Caí de espaldas en el lodo, sobrecargado de sentimientos, carcajeándome, descontrolado, mientras veía enloquecido como la monstruosa sombra de Enki desaparecía y la blanquecina columna de Varsa se disipaba de la atmósfera. Pero no se podía detener lo inevitable: la Casa de Capricornio ascendía caprichosa a la Recta del Mediocielo.
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