Congo. Chad. Malí.

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Tres blancos así de grandes. Y tres negros así de chiquitos. Flacos, enfermos, sucios, sin fuerzas para estar de pie. Sin fuerzas para hablar. Ojos entornados. La negrura de la peste, el vacío de la nada. Existencia de tierra. Sabor a tierra. El mar los empapa y los come. Pero a estos tres los devuelve. Sólo huesos. Están en tierra. Secos. Los blancos huelen la mierda. Mierda humana. Guantes, mascarillas, vacunas. Hablan una lengua extraña. Astronautas, alienígenas. Por señas se entienden las lombrices.

Agua dulce y beben como elefantes. Botellas y más botellas.

Mantas térmicas. Una chica también más alta que los tres negros como fideos da pasos con parsimonia. En francés habla con los animales.

Responden. Sí. Hay comunicación. Vida inteligente.

Poco a poco se duchan. Agua caliente. Los trabajadores sociales sonríen. Se abrazan. O se dejan abrazar, mejor. El funcionario calla lo que piensa. El funcionario no piensa, opina según lo que dicta el olfato. Y hoy huele a mierda, a humano en descomposición, casi. No le gusta lo que ve. Tres negros chiquitos que no han muerto y ahora ocupan sitio.

Me llamo…

Me llamo…

Me llamo…

Dicen los tres tener la misma edad. Uy, casi los dieciocho.

Uno no sale de debajo de la ducha. El agua caliente se mete por el culo, por las orejas, por los ojos, por la boca. Es más seductor morir ahogado bajo una ducha cayendo el agua caliente que en el Atlántico ya cementerio.

Otro come dulces y papas fritas. Bebe leche fría. No para de beber leche fría. Se pone una camisa del Barcelona con el nombre de Messi.

El tercero escucha música. Auriculares en las orejas. Agua que baja y también papas fritas. Perritos calientes.

La sopa caliente es más grande que el Atlántico.

Y de repente, qué más da el que sea, salen las lágrimas y los gritos y los nervios y el negro chiquito, escuálido pero ya limpio no se deja coger y no para de moverse y creo que quiere cargarse la tierra y matar al primero que vuelva a preguntarle por el país, por la familia, por la mujer atrás, por los hijos atrás, por la guerra, por el hambre, por el frío, por el dinero que pagó, por su nombre. Mi nombre, ni nombre, mi nombre.

Es contagioso, la verdad que sí. Los otros puedes ponerse a hacer lo mismo que él. Y si se enteran los miles que hay en la otra habitación, ¿habitación?, no sé yo si la chica que habla francés será capaz de contener la colada.

Aunque los años tienen varios segundos que están ahí para pasa por encima de ellos, los años han pasado y los segundos con ellos. Pisados.

Los tres negros, ninguno angelito, consiguen quedarse con la ducha, con los refrescos, con la lecha, con las papas fritas, casi han olvidado una África leonina.

Congo.

Chad.

Malí.

(Me han ayudado los tres a escribir este engendro. No tienen más amigo que yo. Un hijoputa incapaz de negarle el aire a tres negritos chiquitos que, oh, asombro, huelen bien y hasta saben decir gracias. Pero yo les digo que la única palabra prohibida es gracias.)

Perdón, digo yo.

Es la palabra que limpia, sana, alimenta.


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