Amelia

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El cuerpo de Amelia estaba ahí, a merced de las moscas y el viento cruzado que se colaba por las ventanillas del vehículo.

Era claro que había intentado bajar cuando se estrelló contra el árbol, pero ya no pudo. La camioneta maltrecha aún tenía los faros encendidos y la puerta del conductor semiabierta.

Fuimos las primeras en llegar, seguidas de la única patrulla funcional en este pueblo de mierda. Arriba de la patrulla venía, también, la hermana de Amelia, que tan sólo bajar echó a correr para intentar alcanzarla, sin embargo, fue inmediatamente contenida por uno de los policías.  

Sus gritos de impotencia le erizaron la piel a más de uno, incluyéndome. Pude acercarme cuando estaban acordonando la zona con sus cintas inútiles de “prohibido el paso”, y recuerdo de forma muy clarita su cara, todavía con los ojos abiertos y atónitos, apuntando a un lugar cualquiera sobre la tierra… Su expresión vacía, los brazos flácidos por el abrazo de la muerte, y el mentón recargado sobre el pecho. Tenía un agujero de bala en el cuello.

La sangre seca le había empezado a acartonar el vestido negro y elegante que le conocimos desde siempre; puedo ver las manchas de rojo oxido, salpicadas por todas partes, desde el respaldo del asiento hasta las salpicaduras en el tablero y parabrisas, sus manos estaban llenas de una costra sanguinolenta –yo pienso que debió haber intentado taponar la hemorragia con su desesperación habitual-. 

Giré la cara para ver a mamá, y no la encontré; es decir, si estaba, pero con la mirada pérdida, contemplando la escena. Debió sentirme, porque volteó a verme, así como muy ausente.

-Acércate y ciérrale los ojos – me dijo con su voz sin alma.

Alcé la cinta mal colocada y obedecí, sin dudarlo. Cuando la tuve de frente no pude evitar sentir un dolor crudo en el pecho y un nudo intragable en la garganta. Con mucho cuidado bajé sus parpados, y le di una caricia disimulada a su mejilla fría.

Mamá no lo sabía, pero Amelia me había encontrado alguna vez, allá por el río, herida por la picadura de un alacrán güero. Me sacó el veneno, succionando mi pie con su boca; despuesito me cogió confianza, la suficiente para enseñarme, en las siguientes visitas, cómo es que debe chuparse a los niños, sobre las estaciones lunares, a volverse gato o pájaro negro; incluso me guio para saber lo que hacen las personas cuando apagan las luces y se quedan desnudas a solas. Me aleccionó sobre cómo saciarla, y a su vez, me ayudó a saciar el ansia de mi vientre en las tardes bochornosas de la adolescencia.  Más tarde en la vida me quiso instruir para ser igual a ella y su hermana; la verdad es que a mí siempre me faltó malicia de alma, y por más que lo intenté nunca pudimos elevarnos las tres al mismo tiempo. Yo sé que me tenía afecto grande, y sé, también, que Amelia sabía que yo hubiese matado por ella.

Debió ser por eso que el día anterior a su muerte me asaltó en las caballerizas de la hacienda y me dio un beso arrebatado mientras me acariciaba con apuración, al tiempo que me pedía que no la siguiera, que no hurgara, que me quedara callada y, sobre todo, pero muy sobre todo, que no hiciera trabajos para hombres de mafia, porque son traicioneros.

Amelia se llevó la mariposa y el diluvio, la hoja seca y la escarcha en el pasto decembrino; la magia y la certeza, la calma y el desastre, la vida de mi boca y el fuego de mis entrañas. Todo se fue con ella y su sonrisa de oscura alegría.

Mi clausura se ha vuelto más grande con los años, hasta volverme lo que siempre ha dicho la gente que soy: una muda puta y solterona que se regala con los hombres por licor.

¿Qué pasó con su hermana? No lo sé, igual se marchó, pero yéndose de otra forma. Eran tan parecidas que me pidió lo mismo que Amelia el día de su partida, y dijo que con el tiempo entendería.

La mañana siguiente de aquel octubre aciago despertamos con la noticia de la matanza en la gallera. Los hombres estaban peleando a las aves cuando una mujer extraña se presentó, fumó y bebió a muerte con ellos, paso a sentarse en las piernas de alguno y, mientras lo besaba, le atravesó el pecho en varias ocasiones con un picahielo afilado que le clavó a los demás con su fuerza descomunal cuando intentaron detenerla. María del Rayo, única amiga que tuve, y única sobreviviente, me contó alguna vez que las balas de aquellos cuatreros no la atravesaban, parecía inmune a todo.

Nunca vi aquella carnicería humana, aunque hubiese querido, pero me aseguró que parecía un rastro de cerdos fileteados a la brava. Qué gusto que así haya sido.

Es todo lo que tengo que decir.

Si algún día vuelves y encuentras esto, padre, estate bien enterado de que tú y mamá no hicieron nada por afectarme.  Fui yo y mi mala cabeza.

Por favor, nunca nos lleves flores al panteón, a Amelia no le gustaban. 

 

A mi Amelia de cabecera. 

Gracias por leer. 


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