Anselmo es un apasionado de la caza, que acostumbra practicar con algunos compañeros cazadores como él.
«Mucha gente no entiende lo emocionante que es cazar, ir tras una presa, pacientemente, hasta abatirla de un disparo certero. La caza no solo es un deporte, es un arte» —suele decir.
Pero hoy es un día especial; nadie más ha podido acudir a la cita.
«Allá ellos —piensa—. Cuando vuelva a casa con una buena pieza lamentarán no haber venido?»
Todavía no ha visto ningún ejemplar, pero algo se ha movido entre la maleza. Se acerca con sigilo. Le parece oír una respiración agitada. Y otra, y otra. Cada vez más cerca. Quizá se trate de otros cazadores. Si se mueve pueden dispararle, así que decide identificarse: ¡Eh! ¡No disparen, soy un cazador! —grita.
De pronto, algo surge raudo de la espesura. Viendo lo que se le viene encima, Anselmo se lanza a la carrera hacia su todoterreno.
Ahora son más de diez sus feroces perseguidores. Corren como gamos. Ha llegado la oportunidad que han estado esperando. Han aprendido de los humanos, pero ellos son más rápidos. No necesitan armas, solo sus afilados colmillos.
En su huida, Anselmo cae por un terraplén, quedando a merced de sus captores. Ahora es él quien profiere gritos de auxilio. El jefe de la manada se le acerca y, sin demora, le clava sus largos colmillos en el abdomen. Aunque lo merezca, no vale la pena prolongarle el sufrimiento, no somos como ellos —piensa la bestia.
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