Una rubia despampanante para el olvido

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"Soy cristiana, primero que nada; una mezquina y fanática conservadora, en segundo lugar, y no lo olvides nunca. ¿Sabes quién más fue un poco "divisiva" en términos de desafiar el status quo y el poder de su época? Jesucristo.", Ann Coulter, experta de la prensa conservadora, escritora, columnista y abogada de la extrema derecha.

-O-

Decía el santo de Charles Louis de Secondat, señor de la Brède y barón de Montesquieu —cuya copiosa fortuna materna provenía de doblarle el espinazo a los campesinos y de favorecer, por el lado paterno (miembro respetable de la nobleza togal), a los intereses de clase en los tribunales, donde defendía a ultranza el status quo vigente—, en su libro “El espíritu de las leyes”, publicado en 1748, con bastante seso, que, “a medida que en cada nación una de estas causas, dígase, el clima, la religión, las leyes, las máximas de gobierno, las costumbres, los modales, actúa con más fuerza, las otras ceden”. Con este aforismo, aseguraba que Francia, donde el frío no era tan ponzoñoso ni la calor tan raspante, se encontraba en el justo medio de la benevolencia climática, por lo que, con suma lógica, esta era la apoteosis de la gobernabilidad humana en la Tierra, muy a pesar de que había estado siendo gobernada, largamente, por el “Rey Libertino” de Luis XV, cuyo gran mérito consistió en derrochar el dinero en las más banales frivolidades y las más pervertidas amantes. Peor aún, obscurecido por esta ceguera filosófica y política, tuvo el valor de escribir que en la naciones frías se fecundaba la democracia, la inteligencia, el valor, el trabajo, la templanza y la fuerza; contrariamente, en los suelos matrios calientes no podía más que engendrarse el despotismo, la estupidez, la cobardía, la pereza, la perversión y la debilidad.

“Con ese razonamiento”, me decía un español amigo mío del barrio de Valdemarín en Madrid (actualizado, no es más el “tío Paco” ni el “cuñado Pepe”), “los ingleses serían unos genios angelicales. Pero en ocho años que llevé viviendo en Whitechapel, Londres, jamás había visto a tanto subnormal andar por las calles en toda mi puta vida. Son un puto desastre. Estoy convencido de que esa tierra de bárbaros y herejes, no existiría más de no ser por el manejo magistral que las ‘élites’ hacen de su economía”. Agregaba que, además, nunca jamás un español honrado se fiaría de las palabras de un gabacho mantenido, porque uno está consciente que de los Pirineos para arriba, “a los europeos del sur nos ven como a seres inferiores, con mención honorífica a los españoles, a quienes nos retratan como idiotas enamoradizos, descerebrados, impuntuales y perezosos”.

“Pero es nuestra culpa, lo admito, por lameculos”, seguía. “Porque si hay algo que incrementa el lameculismo y la falta de dignidad española hacia todo aquello que sea extranjero, especialmente a lo que sea de Europa del Norte, es el color rubio con ojos azules… Y de vosotros, no hablemos”, acabó viéndome de arriba abajo.

—¿De nosotros qué? —le pregunté sorprendido.

“En vosotros, sudacas y panchitos, el lameculismo llega a cotas sorprendentes. Tenéis ya dignidad negativa”.

El muy hijo de puta.

Aquello fue un golpe bajo, puesto que a mí siempre me habían gustado las rubias de ojos azules. Para que negarlo. Son para mí como esos focos ardientes y brillantes que sirven para achicharrar moscas. No puedo sino que decir que para mí las rubias de ojos azules representan lo más alto de la belleza y la perfección humana. Su mirada es cándida, adorable y profunda; añadiría, con todo el amor del mundo, que celestial. El señor de la Brède y barón de Montesquieu tiene razón: me excitan sobremanera.

Y aunque muchas mujeres han dicho de mí (visto con los lentes limpios, muchos hombres también, y desde hace siglos, por lo que leo) que soy un patán, un hombre sin tacto, mujeriego sin arreglo, juzgado y tildado de animal, les concedo que, a veces por cuestiones cosméticas, no he estado a la altura de las circunstancias, pero siempre he sobresalido como un campeón en aquellas ciencias que se estudian detrás de la puerta.

Si me permiten y disculpan la digresión, mi mente siempre recurre a estos pensamientos cuando de pronto mi cuerpo holgazanea, como pasa a menudo. Lejos están esos días en que viajaba por el mundo y escuchaba con interés las opiniones de mis camaradas.

Felizmente, capeé a tiempo, y hoy me encuentro en esta calurosa y blanca playa de Puerto Trujillo, sentado bajo una palmera de coco, con un minero daiquirí en la mano, muy soltero, en espera de que alguna dama de buena alcurnia se digne a pasar el mejor momento de su vida, convertido en la amarga envidia de mi amigo mesetario europeo que cada día dice ser víctima de las feminazis y el comunismo. Como mi piel es bronceada, con el sudor mi color adquiere un fulgor griego que es como un imán para las delicadas mujeres de ascendencia nórdica.

Digo, hoy no puedo fallar. Tampoco me dejaré engañar por mi cerebro y sus prejuicios.

Pronto avisto, en la lejanía, a una pareja que se acerca. Mi oportunidad. ¡Arre, galán!

Corro derechamente hacia el mar, me sumerjo en sus tibias olas y espero a que pasen por la orilla de la playa.

Ahí van. La diosa rubia camina como una guerrera enmedio de los salones del eterno Valhalla, aunque está algo flaca para mi gusto. Él, bien proporcionado y orgulloso, se ve algo afeminado. Noto que ambos intercambian miradas, no de amor sino de recelo oculto. Entonces me doy cuenta de que no son pareja, sino amigos, más bien, amiguis.

¡Macho con suerte!

Emerjo del mar con la presencia imponente y fatal de Jason Momoa, el Aquamán, extendiendo los labios en una gran sonrisa marfileña, mientras muevo los músculos del pecho, al estilo de Terry Crews, como si estuviera filmando un anuncio televisivo de perfumería de Chanel, J'Adore o Christian Dior. Me veo ridículo, lo sé, pero es parte del cliché, de ese mecanismo disparador que despertará su interés en mí de forma subconsciente. Debo parecer algo aniñado, aunque seductor, y adoptar una pose frívola que jamás fracasa.

Se voltea para verme, con disimulo y recato, por supuesto, pero segura de lo que quiere en ese momento. El joven gira la vista hacia ella como si buscara en sus ojos un secreto escondido. Hago como que me tropiezo en la arena. Viejo recurso cometido adrede. Se echa a reír. Su amigo le toca el codo. Me siento frente a ella, riendo.

—¿Pareja? —pregunto sin más.

—Excuse me? —responde en inglés como ofendida.

Yo hablo inglés.

—Me llamo Valentino. Usted puede llamarme Val.

—Oh, Val. ¿Cómo sucedió? Usted es un hombre negro. Valentino es, por otra parte, un nombre europeo que procede de tierras donde gobiernan buenas gentes blancas.

Nadie me había hecho jamás tal observación. Reculo. Tiene razón, reflexiono, pero, ¿por qué culparla a ella o a mí por las cosas que ya están dadas en este mundo?

—Bah, no importa —le digo—. ¿Y usted, adorable dama, tiene nombre?

—Coulter —me dice mientras alza el pecho y le burbujea una pequeña manzana de Adán en el centro del cuello; aquello tampoco era su culpa—, Ann Coulter. Mi amigo aquí presente es Milo.

—¡Encantado de conocerlos! —les digo en tono festivo, extendiéndoles la mano.

Ninguno la coge. Me ven con esa su mirada estúpida. Ella lo intenta, pero el carácter de Milo la detiene. Pienso que el desaire se debe, en primer lugar, al miedo natural de una mujer en ofrecer su mano a un hombre totalmente desconocido como yo, y en segundo lugar, a los celos del hombre por mi apolínea figura. Lo entiendo. Estoy ducho en estos lances. Vuelvo a mi ataque inicial.

—¿Novios?

—No -dice ella, en un gesto de hastío—. Camaradas y amigos. Milo ya está casado.

—¿Le importaría tomarse una copa conmigo? —le preguntó enseguida.

—Claro que me importa, y mucho –dice con los ojos puestos en Milo–. Sorry. No somos iguales.

Lo típico, ¿eh? Ya lo esperaba. Tampoco una mujer puede ser tan ofrecida.

—¿Eso quiere decir que no es posible que salga conmigo a la fiesta de hoy por la noche? —insistí.

—No es posible. ¡Nunca! —grita de repente Coulter, sintiéndose ofendida—. ¿Por quién me toma?

—Es una simple invitación —respondo, sin caer derrotado aún; algo comienza a molestarme—: ¿Por qué le molesta tanto? Conozco a muchos turistas americanos que vienen a relajarse y liberarse en estas playas, escapando a miles de kilómetros del objeto natal de su inhibición. Es cierto, la sociedad consumista los agobia y llega, con la rutina, a convertirse en una insalvable cárcel. Lo comprendo. Me sucedió a mí.

—No soy como esos malditos y traidores turistas —me espeta con firmeza—. Amo a mi Patria, a mi Gente, y sobre todo, a mi Cristo, Rey de Reyes y Señor de Señores, el Dios Viviente.

Pero qué putas, murmuro. Está loca. Lo lógico aflora a mis pensamientos: emprender la retirada.

—¡Muy bien dicho, señora! —le contesto, dando unos pasitos hacia atrás, en franca escapada—. ¡Alabemos juntos al Señor Jesús! —y hago dos crucecitas, una sobre mi pecho y otra en la frente.

Luego pretendo creer que alguien me llama desde lo lejos y alzo la mano.

—Con su permiso, estimada Ann Coulter. Debo irme.

—¡Espere! —dice Milo, tomándome del brazo—. Aguarde. Se me ha ocurrido algo interesante.

Pone sus labios en los oídos de Ann Coulter, quien ríe a carcajadas. Yo también río con ellos.

—Seremos clementes con usted —dice con tono sospechoso—. Estamos dispuestos a salir de fiesta, pero a nuestra fiesta .

De ningún modo, me digo. Ningún mal pensamiento aflora, pero el imaginarme en un lugar oscuro y aburrido, repleto de santurrones y seudo-patriotas vestidos de smoking mientras beben piña colada, no es mi idea de una fiesta hecha y derecha.

—No se arrepentirá. Se lo aseguro —dice Milo carcajeándose con malicia.

—Espere —le digo, ya prevenido—. Le agradezco su invitación. Sin embargo, tendré que rechazar su generosa oferta. Ahora recuerdo que debo atender otros asuntos, por demás primordiales.

—Awww. Vamos —ronronea la Coulter—. No sea usted cobarde. Que mis negativas no lo ahuyenten en las primeras de cambio. ¡Sea un hombre! Be a man!

Estoy consciente del juego, pero no intuyo a cabalidad de qué tipo.

—Bueno —les contesto, seguro de que un incidente a futuro no podrá ser más terrible que el de echarme ebrio y avergonzado en la cama; no obstante, me juego la última carta de salvación—. Los veré a las diez de la noche.

—No, amigo Val —apura Milo—. Usted se viene con nosotros, ¡ahora!

—Me niego —le respondi—. Ando casi desnudo.

—Descuide. Solo requerimos de usted un tan solo favor.

—¿Qué favor?

Milo mete las manos en una mochila que carga a sus espaldas. Saca una cadena de la que cuelga un collarín.

—Pongáselo –me pide con amabilidad mientras extiende el collar—. Si es que desea entrar a nuestro mundo.

Claro que pienso que es un acto humillante, barbárico, enfermo. Pero luego recuerdo que a Trump lo agarraron en vídeo meando en unas duchas mientras lo masturbaban unas putas rusas y se me pasa.

Veo que la mansión es una de las que pertenece a los de la aristocracia bananera local. Es cierto que el juego sabe a sucio, a macabro, pero la visión que me llega de los ojos zarcos de Ann Coulter, mi diosa rubicunda, es tranquilizante y me transmite un halo de armonía, pasión y amor. Su constitución física no permite corrupción alguna.

Las puertas dobles y gigantes de la casona se abren, la Coulter agarra la cadena con el derecho real del esclavista y me arrastra con ella hacia dentro de los salones. Sonrío con la faz de un estúpido lelo y la nerviosidad de un meme.

Mis oídos captan la emoción y la sorpresa de grandes aplausos y vítores. Cientos de personas hacen muecas de asombro con la boca y los ojos abiertos, mientras se ríen de la fina ocurrencia de la Coulter y Milo, que marchan orgullosos y con porte heroico por en medio del salón principal. Coulter abre las manos hacia los lados y hace una referencia teatral de agradecimiento al público. La multitud se acerca para observarme. Un señor de lentes que aparenta ser un personaje importante, husmea a mi alrededor junto a una docena de personas. Me ven fijamente; aunque soy listo, aún no entiendo la cruel broma; comienza a esculcarme mientras se echa un digno discurso:

—Amigos míos, aquí tenemos un ejemplo típico bastante señalado por nuestro ilustre filósofo Voltaire. Lo diré palabra por palabra, tal como lo articulara el Gran Inmortal: “Un dilema. ¡Contéstenme! ¿Este espécimen, este africano, es descendiente de los monos o los monos descienden de él? Nuestros hombres sabios han dicho que el hombre fue creado a imagen de Dios. Ahora bien, aquí está una preciosa imagen del Divino Creador: una nariz plana y negra con poca o casi nada de inteligencia. Una vez llegará, sin duda, el momento cuando estos animales sabrán cómo cultivar la tierra, embellecer sus casas y jardines y conocer los caminos de las estrellas: uno necesita tiempo para todo”.

Los que lo acompañan aplauden eufóricos. ¡Bravo, bravo! ¡Esplendido!

—Por favor, mi querido profesor Atlas —le contesta un hombre canoso que reconozco luego como un periodista famoso de una cadena del evangelismo blanco de Estados Unidos—, es evidente para todos que ¡los monos descendieron de él!

—Darwin lo confirma —interviene uno que se identifica como el senador J. Jordan—. Él y sus congéneres están destinados a desaparecer. Cuando Darwin nos predice que en un momento en el futuro, no muy distante medido en siglos, las razas civilizadas del hombre seguramente exterminarán y reemplazarán a las razas salvajes, como ésta, de todo el mundo.

—¡Precisamente tal como lo dictan las leyes del capitalismo puro! —grita emocionado otro que reconozco por su actividad agitada en las redes sociales, un tal D’Souza, quien recientemente había salido de la cárcel tras recibir el perdón presidencial.

—¡Negro, mereces ser castigado! —me fustiga un exultante Milo.

—No permitiremos que la corrupción de estos espécimenes deformes corrompan a nuestro país y a nuestra sociedad —dice otro bien vestido al que llaman Richard Spencer.

—Joseph Miller tiene razón de meter a los hijos de estos animales en jaulas! —dice un señor de apellido Bannon—. Digo que enjaularlos es poca cosa; deberían ser exterminados de la faz de la tierra. Hitler, ese profeta de Dios, siempre lo supo.

Me empiezo a enfadar porque la pantagruélica broma se está saliendo de control, cuando de pronto, Ann, que por alguna razón que desconozco, comienza a bailar extrañamente de manera burlona, como imitando el baile de los negros del Congo, “Bunga, bunga”, que luego transforma en danza de guerra nativo-americana, “Powwow, powwow”, después se coloca dos dedos en medio de la boca, como si fuera el bigote de Cantinflas y grita “¡Aguacates!, ¡Viva el 5 de mayo!, ¡Ayayay!”, retuerce el cuerpo, alza las manos en una pose de torero y acaba gritando, “Ay, Manolo gitano, follamoros terracero, jamás un verdadero caucásico”. Sigue danzando gozosa, jalándome como si fuera su esclavo hacia el fondo del salón, donde me hinca y toma de mis quijadas para hacerme ver y adorar a un gigantesco Cristo clavado en un Jet Caza F-15 Eagle que se encuentra orlado por docenas y docenas de fusiles y ametralladoras de gran letalidad. Lo envuelven las letras "KKK", "La Segunda Enmienda" y una Serpiente que se enrolla a traves de una Q y juntas forman un triángulo en cuya base está escrita una leyenda negra con grandes letras:

“Jesucristo es Dios”.

Me pega una patada en el culo y caigo en medio de dos grandes banners rojizos. Puedo leer perfectamente las siguiente palabras:

“El nuevo libro de Ann Coulter: CUALQUIER RESISTENCIA ES FÚTIL. Cómo los de la izquierda radical, enemigos de Trump, han perdido su mente colectiva. ¡El best seller de todos los tiempos!”

Abajo en la contraportada:

“A Hitler le importaba que las familias alemanas estuvieran sanas, se preocupaba de que criaran hijos saludables para la renovación de una nación sana. El racismo alemán significaba volver a descubrir los valores creativos de su propia raza, redescubrir su cultura. El racismo nacionalsocialista no estaba en contra de las otras razas, sino a favor de su propia raza. Su objetivo era la defensa y la mejora de su raza, y deseó que todas las otras razas hicieran lo mismo para ellas mismas”.

Demasiado tarde. En un recóndito rincón de mis pensamientos, el narizón de Montesquieu ríe. “Darwin wins”, se repite una y otra vez en mi mente. Entonces caigo en la cuenta de que aquella diosa nórdica está destinada a ser una rubia despampanante para el olvido.


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