Cuando Cristóbal Colon llego a América, como así la llamamos hoy a esas tierras. Antes de desembarcar, se puso sus mejores vestiduras, bordadas con hilo de oro, con bordes de pelo de zorro y piel de oso. Acertó a colocarse un sombrero fácil de identificar hoy, por las pinturas tétricas de museos y casas reales. En la playa, ya le esperaban los nativos con poca vestimenta y diseminados en la playa. Hoy es de poco acierto llamar a las antiguas mujeres y hombres de esas tierras, nativos, indígenas, ocupantes, propietarios, inquilinos. Ya que nunca se les preguntó por su aferro a la tierra y no eran dados a las escrituras de propiedad. La propiedad es un garabato de infortunio para los desposeídos por la fuerza.
Antes de desembarcar, agarro un símbolo penoso y valioso al mismo tiempo.
Los nativos esperaban su acercamiento con, más que curiosidad con humildad. Así parece ser que los que respetan lo desconocido se acercan. Colon clavó un crucifijo de tamaño humano en la tierra con la ayuda de sus lacrimosos elegidos.
Uno de los nativos miró con estupefacción, o así yo lo refiero, y viendo aquella figura torturada, y ensangrentado retiro la mirada para detenerse en la cara de Colon, y así permaneció examinando las dos imágenes durante un tiempo que parecía interminable.
Estaba claro en ese momento que esos dos hombres no eran el mismo.
Colon era un hombre de baja estatura, algo panzudo, con aires de vendedor o traficante, envenenado por un sentido del fracaso, ya que en su juventud le siguió la burla y la mofa, se le llamaba Garbanzo por su enorme cabeza y la hondura de nacimiento que aparecía en su frente.
La idea de recibir a un viajero en la casa de uno y procurarle confort y una velada agradable se dice ser más propia de los pueblos sin dueño. Solo sé que Cristóbal Colon decidió arrastrar con sus propias manos el Cristo y los soldados llevaban las armas, espadas y el arcabuz.
No es cierto que los nativos de ese mundo de ellos, y el de Colon fueran similares, porque así no es, ni fue. Pero dado el desconocimiento inicial y el peculiar resuelto de Colon de arrastrar el Cristo a toda costa, los pueblos nativos iniciaron su discurso en silencio. Así se les permitió entrar en el poblado en la oscuridad de la noche. Y prefirieron aquellos hombres y mujeres esperar al día para entablar un seguimiento. Que buscan o han perdido los hombres vestidos con hierro y tejido más allá de la piel que les cobijaba?. Debieron preguntarse o quizás ya sabían bien, que no existían en realidad, que eran fantasmas sin rabo, ni sombra.
Aunque Colon confundiese lo mal conocido por lo desconocido, y llamase Cipango a tierras desconocidas y Gran Kan a su cacique, y rebuscase nombres entre los que ya su propia ignorancia creía entender, no era sabio ni gentil, ni certero. Así lo deduzco.
Los nativos del lugar les recibieron como espectros y no como seres venidos del cielo, del aire o de la nube.
La palidez de sus caras, la suciedad de su pelo, sus sucias barba y narices les anunciaban que aquellos eran hombres venidos de la erupción de un volcán, o náufragos que el viento impartía a su gusto.
Si, Cristóbal Colon tenía nombre los habitantes de las Antillas también.
Uno de los más nombrados, era Guacanagarix, hombre que afrentaba sorpresas con un serio deleite y poca convicción para su pesar y el de aquellos otros, que recibieron vejaciones que ahora están en los libros y que antes solo se sostenían en la memoria: instrumento orgánico que tiende a morir, o desplomarse sin más ni más.
Que los españoles eran hombres de mal, soberbios, y con muy poco entendimiento de la vida o la naturaleza, ya se sabe. Las palabras que nos han llegado de aquellos acontecimientos nos han de causar oprobio, indignación, vergüenza.
Guacanagarix era un hombre dado al cobijo y a buscar consuelo. Y si espero que los sucesos fueran mejores de lo que fueron, fue por no perder la calma que sé que se albergaba en su corazón desde un tiempo ancestral.
Guacanagarix lo que vio en Colon y sus seguidores es difícil de explicar. Algunos dicen que Colon llego en la noche y se despertó entre el pueblo y que las armaduras que brillaban expuestas al el sol de las Antillas, le cegó por vida, le cegó la mente y los ojos.
Debido a la anonimidad de las lenguas que en un principio los pueblos hablaban, y que después se las vistiéramos con una exacta procedencia como los ríos. Colon se comunicaban con gestos, equívocos en muchos casos y en muchos otros cansinos como un albergue sin cama ni hornillo. Por una u otra razón o sin razón, Guacanagarix encontró en Colon y los suyos un propósito, una certeza absoluta. Algunos llamados historiadores, aseguran que Guacanagarix sin buscarlo o pedirlo vio su destino en lo divino. Es decir un destino que no crecía entre la hierba, que no provenía del suelo que pisamos.
Quien le dio el grado de poder para albergar entre los suyos a los españoles, no se sabe, que enfermedad, o tic nervioso desvío sus sentidos, que mordedura o veneno le penetrara en su cávales, se desconoce. . Muchos dicen que su reputación de calma y embriaguez le hicieron disimular su mera ambición de regresar a su cama sano y salvo cada noche, otros aseguran que veía que la paz entre pueblos era inevitable aunque costara muertes y dolor.
Una fortaleza española fue levantada allí mismo, y los sucesos transcurrieron en un vaivén de desventura para el pueblo. Los dos hombres se unían en la noche y se ofrecían compañía, y en poco tiempo aprendieron a conversar. Fueron promesas y alagues los que enredaron al cacique, promesas de grandeza y amistad lo que le turbaron el sentido. La grandeza del instinto, del olvido, del anfitrión.
Aquellos desconocidos y desubicados desde un principio almacenaban muerte entre sus posesiones.
Pero los pueblos de las Antillas y sus caciques reiteraban día y noche la necesidad de expulsar al invasor, de serrar o enterrar a esos dispuestos a matar, robar, y violar. EL oro para los españoles era un sepulcro. El Cristo del que me había olvidado andaba con Colon, sangrante y bien pulido. Lo instauraron en el centro del poblado como una imagen viva del sufrimiento, y el rencor que se almacenaba en el pueblo, se sentía. La fidelidad es una penosa carga si no es alimentada con un propósito limpio, humano, sin ventajas.
Las quejas que el cacique recibía eran constantes. Pero aun así se veían ambos como dueños de hombres, mujeres y tierra. Y no había diferencia entre la tierra, la mugre o la sangre. Se dice que se vieron como hermanos, como serenos del paisaje, que dormían juntos, que soñaban juntos y se despertaban gritando de sed o ambición. Para Colon el oro era vida, para Guacanagarix la ambición de Colon un vino desconocido. Así son algunos hombres sedientos de sed.
Pero Colon no podía continuar en las Antillas, era requerido en la España de Reyes y marmotas, y seguro estaba que Guacanagarix de lo suyo que era de los dos, para Colon todo para el cacique nada, solo una sombra.
El Cristo cayó al suelo, roto en mil pedazos, los ojos separado del iris, las llagas de los pies lacerados, se curaron en la tierra, sabían que el Cristo vivía desnudo, pero su desnudez era forzada. La desnudez del pueblo venía del clima, de la selva, del simple vivir.
Las partes se diseminaron, cayeron por su propio peso, separadas de la cruz, abandonadas por lo que eran: un sin fin de agonías.
No quedo ni un solo español en esa primera encrucijada., Guacanagarix se le vio llorar con movimientos convulsivos y si no corrió despavorido es porque uno no tiene demasiada prisa cuando lo que le espera lo sabe de sobra, se alejó en la noche. Y se sentó bajo una ceiba y se acomodó entre sus raíces, apenas se había recostado cuando hutías comenzaron a comer su carne ya cansada, y húmeda por el sudor, los roedores comenzaron su festín en las rodillas y no sé si Guacanagarix, se acordó del Cristo y aun en esos momentos no entendía que él era un fugitivo y se durmió. Las hutías le dejaron en paz con sus pensamientos, incapaz de andar sin huesos en las rodillas, prefirió dormir.
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