¡A la carga!

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El edificio había sido una residencia para señoritas de alta condición regentado por las monjas consagradas a Santa Paula. Hoy en día, el enorme caserón es una residencia privada de ancianos. En la localidad, cercana a Zaragoza, se le sigue conociendo como «Las Paulas»

«¡Esto es intolerable!», bramó don Francisco tras oír la revelación de Doña Laura. «Esta afrenta no debe quedar impune, tenemos que tomar cartas sobre el asunto», añadió.

Don Francisco era un hombre enjuto, de ojos azules y bigotillo fino y canoso. Había sido comandante de Ingenieros y su ardor guerrero todavía no se había extinguido en su pecho.

Durante unos días, el octogenario estuvo preparando la estrategia.

Solía ser habitual que de postre tuvieran dos mandarinas por residente. Instó a que cada uno guardara una de ellas.

Doña Pura, que seguía siendo presumida pese a sus venerables 83 primaveras, descubrió que su neceser de pinturas había sido asaltado desapareciendo la mayoría de ellas.

Don Ignacio, fingiendo un agudo ataque de lumbalgia, se hizo con un montón de tiritas y betadine cogidas del pequeño dispensario donde fue atendido.

La mañana del día fijado el aligustre que presidia el centro del patio apareció privado de sus ramas inferiores.

 Después del desayuno (inexcusable, era viernes y tocaban churros) los residentes se reunieron para marchar juntos hasta el campo de batalla de la forma que el militar retirado había dispuesto.

En primer término la caballería: los de sillas de ruedas tras ellos, los que portaban andadores. Posteriormente, la artillería compuesta por ancianos pertrechados de mandarinas que arrojarían al enemigo. Formaban un curioso Ejército camuflado con ramas de aligustre y con las caras pintadas a lo Rambo. Don Raúl se había excedido un poco pintándose los ojos y con el carmín, pero a nadie le extrañó. Don Raúl era un poco sarasa. También se encontraba don Fulgencio. No sabía el porqué de éste despliegue, pero no le importaba. No dejaba de gritar « ¡Viva la República!».

En retaguardia quedaba el servicio de curas y las UME: Unidad de Mujeres Ermanadas. Su cartel lo había compuesto Doña Reme, un genio entre pucheros, pero de buena ortografía algo escasa.

Ya estaban a las puertas de la residencia de enfrente cuando el sorprendido director de Las Paulas se interpuso. Se llevó el primer bastonazo. A continuación, una lluvia de mandarinas caía sobre todo el que se encontrara a 20 metros a la redonda.

No fue necesario emplear la fuerza para que la batalla acabase. En dos minutos el fragor había cesado. El personal del centro sólo tuvo que levantar a los abuelos del suelo y llevarlos de vuelta. No hubo heridas notables.

Cuando la calma se instauró, el director, con un brazo en cabestrillo, quiso averiguar el motivo de la refriega.

Don Francisco dio un paso adelante y dijo con voz firme:

—Señor, no podíamos consentir que un residente del edificio de enfrente se permitiera decir una picardía a nuestra compañera Inés. Hemos respondido como se debe y todos juntos.

El director dijo que se fueran cada uno a sus cosas. Cuando lo dejaron solo se puso de pié y mirando por la ventana sonrió al ver a Doña Inés, lanzando besitos a un «jovencito» de la residencia vecina.

Así fue como concluyó la «Rebelión en las Paulas».


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